Pablo Costa, Argentina

La habitación


Moscas y más moscas. Asco. El olor a carne podrida inunda el cuarto, solo iluminado por una vela. Una puta vela. Miro a los costados y nos veo más que la lúgubre imagen entre penumbras, que le ganan terreno al tibio círculo de luz que emite la derretida imagen de cera negra.

Me acerco agazapado con la carne contraída, convertido en un pollo desplumado del miedo. Llego a la cama, escucho su respiración, aunque las sabanas cubren el cuerpo que se pudre en sus propias heces. Descorrer su la manta sería un golpe muy fuerte a mi valentía, creo que me desmayaría. No me atrevo a levantar las sábanas, que a pesar de la oscuridad muestran mugre.

Escucho el crujido de la pesada puerta, la que dejé entreabierta para ayudar a mi visión a alimentarse de unas gotas más de luz. Al girar veo a un niño, enano, deforme. Me mira con odio. Me reconozco en él. Cierra la puerta bruscamente. Escucho sus pasos, mientras intento reacomodar la vista a la nueva luminosidad.

Un profundo ardor carcome mis pantorrillas, al enfocarme en el suelo encuentro al niño de rodillas agarrado con toda su fuerza a mis piernas. Muerde como un perro rabioso. Veo la sangre viscosa y negra fluir. Me rindo, pienso en dejarme morir devorado por ese monstruo. No soporto más el ardor, un acto reflejo propina una fuerte patada en la mandíbula que atonta al niño. Trato de revisar lo profundo de mi herida.

Escucho un grito desgarrador. Las sábanas se levantan como un fantasma impulsado por un tornado. Un olor repugnante deja ver a un viejo raquítico, desnudo. Se ve sarnoso o leproso. Los ojos llenos de lagañas. Salta sobre mi cabeza. Clava sus largas uñas en mi cráneo. Se ayuda con los dientes. Pareciera que busca devorar mi cerebro. Como no lo logra entierra sus huesudos dedos en mis globos oculares, produciendo un profundo e inesperado dolor. Lo desplazo con una sola mano al salir del estado de sorpresa. Es liviano, frágil. Lo veo tirado en el piso. No se si está muerto. También me reconozco en ese anciano.

La vela está a punto de consumirse. Debo irme de esa habitación porque aun respiran y no soy un asesino. El niño se cuelga de las patas de la mesa, empieza a incorporarse. El viejo respira, pero no tiene mucha reacción. Me acerco a la puerta. Tropiezo y caigo sobre ella. Busco el picaporte entre la ya casi oscuridad de la diminuta llama de la vela.

Se escucha un estruendo cuando logro encontrarlo. La mesa se cae, la vela revive entre las inmundas sábanas. Las llamas invaden la mesa y el colchón. Salgo de la habitación. No me voy enseguida, me quedo escuchando los lamentos de los dos cuerpos que se calcinan lentamente. Me despido. No quiero volver a verlos. Río. Me alejo.

Camino sin mirar atrás, hasta que me detengo en un recuerdo. Giro y veo la casa arder en llamas y me siento satisfecho, ese camino ya no existe. Arde en esa casa. Pero nuevas sombras vendrán, nuevos pasados y nuevos futuros. Pueden ser espantosos, pero hay que eliminarlos antes de que nos devoren.