NORMA PADRA

EL ALMOHADÓN (cuento para niños)

El sultán vivía en un hermoso palacio, algunos lo llamaban “harén”, -nombre que designa al mismo tiempo al conjunto de mujeres hermosas que rodeaban a un personaje importante, así como el lugar en el que éstas residían-.
El lujo y la buena vida distinguían su dormitorio, lleno de alfombras persas, jarras de oro, perlas, perfumes, flores y sahumerios.
Allí, en medio del fastuoso colorido se situaba un importante almohadón de seda bordado con hilos de oro y plata. Él siempre lo miraba con cariño, pues lo había heredado de su abuelo.
El sultán pasaba días sin salir del dormitorio; muchas cosas mágicas sucedían.
Sabía que posando su cabeza en ese hermoso almohadón, soñaría con su princesa Justine.
Sus pensamientos volaban como entre sueños. Así acurrucado, obsesionado con aquella bella joven que iluminaba su alma.
Justine, era su sueño y su desvelo.
El sultán tuvo que partir para realizar un largo viaje.
Al llegar fatigado por el trajín del su paseo, ingresó a su dormitorio para poder descansar.
Abrió la puerta y su sorpresa fue tan grande, que cayó desmayado sobre las alfombras.
Vio el almohadón roído y deshilachado por el tiempo; había sido destruido.
El pobre casi enloqueció, nadie sabía el motivo. Todo allí se vistió de tristeza, y silencio.
Nadie sabía que aquel regalo que había recibido de su abuelo: ese almohadón bordado con finos cabellos de oro y plata, anidaba el espíritu de la bella princesa... y el sultán nunca más pudo no volver a soñar con ella.
Tuvo otros almohadones, tuvo otros sueños, pero ya nada fue igual para él.
Enfermó de tristeza y al poco tiempo encontró la muerte.
Aquel almohadón bordado lo estaba esperando posado en una pequeña y blanca nube que en el cielo flotaba.
Y allí lejos de toda riqueza mundana. el sueño se hizo realidad.
Justine y él serían felices en ese espacio de llamado “el país de los sueños eternos”.

Anónimo

LA CASA ENCANTADA

Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a Litchfield, donde se realizaba una fiesta de fin de semana. De pronto, tironeó la manga del conductor, y le pidió que detuviera el automóvil. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño.
--Espéreme un momento --suplicó y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente.
Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante a la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondía a su impaciente llamado.
--Dígame --dijo ella--, ¿se vende esta casa?
--Sí --respondió el hombre--, pero no le aconsejo que la compre. ¡Esta casa, hija mía, está frecuentada por un fantasma!
--Un fantasma --repitió la muchacha--. Santo Dios, ¿y quién es?
--Usted --dijo el anciano y cerró suavemente la puerta.

I.A. Ireland.

FINAL PARA UN CUENTO FANTÁSTICO

--¡Que extraño! --dijo la muchacha avanzando cautelosamente--. ¡Qué puerta más pesada! La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
--¡Dios mío! --dijo el hombre--. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos!
--A los dos no. A uno solo --dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció.

MARIA ISABEL CANÉ

RAICES


Siempre decía: Tengo que cortar esas raíces, me afean todo. Hacía mucho tiempo que las había plantado, pero nunca dieron nada, a tal punto que ya no se acordaba de qué eran y eso que no estaban secas, simplemente no crecían. Distraída siempre en otras cosas al final nunca lo hizo, y así pasaron los días, los meses, los años… Cuando murió la enterraron en su propio jardín, muy cerca de las raíces, pero, qué enorme y deliciosa fue su sorpresa cuando despertando en esa vida que deviene después de la muerte se encontró rodeada de incontables rosas.

Martin Villanueva Watanabe, Perú

Mi amor a los trece

Los amigos van cambiando en relación a los años que el tiempo le va a uno cincelando en la mirada y en la paquidérmica forma de andar. Cuando era niño, mi mejor amigo se llamó Diego, morocho y rollizo, de cara atortugada y de piernas cortas, el que nunca me negó el mejor dulce ni, mucho menos, ir a su casa a jugar con su nueva consola. Cuando tuve trece, la amistad cambió de género y esta fue la empleada de mi amigo, Sonia. De senos prominentes, cabello asfaltado y siempre recién ondulado, de un aliento a sábana y con una mirada certera y profunda que en vez de acobardar a mis infantes deseos e instintos los despertaba. Fue ella quien me hizo descubrir que el amor se detiene a esa edad, a los trece, buscando pretextos perfectos, excusas extrañas volviéndome mentiroso de profesión por amor y ahorrador compulsivo para comprar mi primer ramo de rosas.

Me hice adulto por ella, ni caminando ni saltando por la autopista sino por la acera, como lo hacía mi abuelo quien sospechaba mi telúrico cambio; no saltaba ya por encima ni ladeando a la gente, más bien cediendo el paso almidonando con senil respeto la mirada; por ella me volví veinte años mayor, dibujándome el bigote que aún no ramificaba, guturando la carcajada y fumando el cigarro que nunca prendía.
Nunca sabré si se dio cuenta de que la mimaba con el tono de mi voz, de que la deseaba no con besos debajo de la cintura sino con esos besos sabuesos trepando hasta su enroscado cabello; que mis hombros buscaban chocarse con su cuerpo anhelando, palpitándome el corazón, sus manos duras y olorosas a pino acariciándome las mejillas. Solo recuerdo la vez que me hizo tocar su duro seno, de color de la vainilla y olorosa a lavanda, el pezón marrón y tenso circundado por su aureola; mis dos manos no alcanzaron a cubrirlos, palpándolas, las miré sin saber qué hacer, solo dejándome hervir por esa nueva sensación. Cuando quise besarlos empujado por un instinto inadvertido se tendió sobre si misma se cerró la nívea blusa y me llevó a la cocina, me sirvió una Sprite y siguió con su rutina.

Volví a la casa de mi amigo, pues ella era su sirvienta, después de una semana pues me di unos días para asimilar e interpretar qué pasó y por qué rayos no le arranqué el sostén, me abalancé sobre ella y le arranqué los besos que tanto deseaba. Bueno, volví no para hacer lo que debí de haber hecho, sino para tomarla de la mano y darle el ramo de flores que no sabría como explicar a mi amigo su porqué. Cuando golpié la manija con el acero de la puerta, me atendió, no Sonia, sino la mamá de Miguel Ángel, mi amigo, me dio un beso casi en la boca que ya no era de ella, y pregunté por la verdadera dueña de esa casa.

No quería jugar con su hijo, no quería pasar ni sentarme a conversar con ella y su esposo como siempre y mucho menos regresar más tarde a ver una película... no quería saber nada pues cuando pregunté por mi Sonia, ella ya no existía.

Se fue sin despedirse, aunque supe, unos años después, cuando regresé al barrio del Sendero, que preguntó por mi en el lapso de esa semana que desaparecí de su vida; supe que estuvo delante del intercomunicador del edificio donde vivía, pero nunca supieron, quienes la vieron, por qué nunca toco el número "2" de la familia Watanabe.

El amor se detuvo a los trece.

Hèctor “El Perro Vagabundo” Cediel

EL PODER DE LOS MILAGRO AMOROSOS
Te rescate de una jauría de pastores caníbales. Ya no son blancos los signos de los pétalos de tu rosa, ni es dulce el vino de la sangre que finge ser como el vino del rocío, que brota de tu cuerpo. Cantan tus caderas como las guadañas de las iglesias, donde las hostias saben y gritan como la grupa de la carne. Bebo el púrpura del licor celeste de las estrellas; el rocío de los lunares que nos fustigan como gaviotas apegadas al dolor; me ducho con el aire melancólico de los faroles, mientras el espíritu de las amantes se estremece, cuando sienten las desesperadas llamadas del falo o los golpes de los testículos, sobre las compuertas de los sustos, mientras se sofoca su ardor, con las desesperadas vibraciones del mástil de sus sueños jugosos. Dios es como el fulgor de un tormentoso mar ebrio, raptado por las miradas de algunas sirenas. Los ojos de mis sueños son azules, como la poesía que martilla mi desolación, como un violín ensangrentado por la tristeza de la pasión que lo toca. Canta desesperado un gallo, intentando despertar a la somnolienta aurora… huye mi melancolía impura como el dolor de la desesperanza, que intenta huir por el balcón o saltando por una ventana. Me seduce el viento sombrío de la muerte; el dorado alegre del órgano que quema mis entrañas, con el recuerdo de mi amada religiosa. Susurro ladridos dolientes y graves, como el delirio gregoriano de los que ascienden como el humo o el sonido flautín de las chicharras o mezzosoprano de los sapos… me demencia el barullo del aura que flota como una cascada, que baña con su luz espesa, la cueva de la fragante caverna. Brotan de los ojos que contemplo, un brezal de trompetas que se roban los tesoros de los airados lamentos. Me entristece el blanquecino viento de las notas escarlatas de los cuerpos, que leen en voz alta los signos dulces de nuestras manos. Te mojo y te baño, con la primavera serena de las aguas de la vida. Dejo en tus manos una paloma enferma, para que contemples el poder de los milagros amorosos y no pierdas la fe en los besos ni en las caricias.

Héctor Cobas, Miramar, Argentina

BORGES Y EL INFINITO


En estos tiempos actuales, solo lo fantástico tiene

Probabilidades de ser cierto


Pierre Teilhard de Chardin


Siento inquietud y zozobra. Tomo un libro de Borges y me interno en la lectura del Aleph. En esos momentos no quiero ser crítico literario, ni analizar las estructuras de ningún lenguaje. Me sumerjo en el cuento. Junto con Borges, me instalo en el decimonoveno escalón de la escalera del oscuro sótano de la casa de la calle Garay, que gracias al sano recuerdo de la imaginación aún no fue demolida. Se me asegura que allí hay un Aleph. Desconcertado le pregunto a Borges qué significa un Aleph. Sonriente y parsimonioso me contesta que “el Aleph es un punto en el espacio que contiene todos los puntos”. Venga, me dice, vamos a recorrerlo juntos. Sin muchos protocolos me comenta que ese punto representa el infinito de otros infinitos que guarda consigo en un instante. Describir con palabras esa experiencia implica expresar en el lenguaje corriente la representación de una sucesión indefinida que se despliega en un tiempo finito. Pero lo que se ve realmente en ese punto es la totalidad de todas las cosas y de acontecimientos que sucedieron, suceden y que sucederán reflejados como en un espejo en un solo instante que podríamos denominarlo místico. Temeroso traté de acomodar mi ojo en la dirección que Borges me indicaba. Pero enceguecido por la desbordante luz que venía de ese pequeño círculo que había en la escalera y que mi ojo dolorido trataba de rechazar, no podía percibir las formas que Borges me había descrito. Todo era luz resplandeciente no atenuada por la necesaria oscuridad que permite ver a las cosas en su verdadera dimensión sensible. Me esforcé pero reconozco que fracasé en la experiencia. Entonces Borges sonriente me dijo, que para percibir las formas es necesario atemperar la luz con el ensamble del decir poético y el pensamiento especular. Y recalcó que ningún mundo se nos da gratuitamente, el Aleph se construye con esfuerzo y dedicación ¡Lo demás deséchelo! Busque su Aleph a través de los laberintos que nos propone la existencia y allí encontrará el infinito y tal vez la eternidad. De repente suena un timbre y sobresaltado me despierto. La figura de Borges se esfuma tras el despertar del sueño. Y su evocación se dirige a un punto que tal vez algún día se me permita llamarlo mi Aleph.

Eduardo Mancilla, Rosario, Santa Fé, Argentina

Decolorado.

Se supone que hubo una vez, un señor cuyo nombre ya nadie recuerda, se disponía a emprender una acción que, repentinamente, había quedado en el olvido. Estaba inmóvil, sin saber si ir, regresar o permanecer. Eso si, se lo vio sonriente. Entonces, alguien que desconozco, cerró el libro de incertidumbres y la fotografía quedó sepia por siempre, y él, en total anonimato.

Rolando Revagliatti, Argentina

Cuento corto




En sus cuentos -me refiero a mi hija-, que son breves, hay misterio, suspenso. Y siempre mata a alguien. Acababa de leerme el último, y en ese, moría el protagonista. Le dije: ¿Por qué no hacés que siga vivo? Ella me explicó: No me salía, no sabía cómo continuar, me cansé y, además, ya estuve mucho rato. Le sugerí: Seguí escribiéndolo mañana. Dijo: No; porque es un cuento corto.

Rolando Revagliatti, Argentina

Retazo



Nació por vía de cesárea Cristina, único descendiente que tuvieron sus padres. El nombre lo improvisaron de apuro, por así decir; lo extrajeron de una criteriosa galera, tras evaluar la armonía fonética junto al apellido. Aguardaban a Juan Ramón Ernesto e irrumpió Cristina. El desencanto se fue desplegando corrosivo en sus ánimos.

La niña, alumna aplicada, fantasiosa y fácilmente ridiculizable, encorvaba la espalda, fruncía los labios cuando se concentraba, bizqueaba a veces y, adolescente ya, padecía ataques de picazón, o lloraba.

En procura de reducir fatigosa gimnasia (contar paradas de colectivos, o perros, o automóviles con tales o cuales características), ritos incoercibles (sentarse durante unos instantes en determinado sillón, antes de tomar la merienda), sueños repetitivos (su madre obstinándose en ofrecerle muestras de comprensión y cariño), concurrió a un curso de control mental que promocionaban por radio. En esas estaba, cuando ella y el licenciado que dictaba el curso se enamoraron. Sin tropiezos accedieron al altar; y ahora, él la embarazó y la tiene ilusionada con que por fin nacerá Juan Ramón Ernesto, una generación después. Retazo de vida.