Martin Villanueva Watanabe, Perú

Mi amor a los trece

Los amigos van cambiando en relación a los años que el tiempo le va a uno cincelando en la mirada y en la paquidérmica forma de andar. Cuando era niño, mi mejor amigo se llamó Diego, morocho y rollizo, de cara atortugada y de piernas cortas, el que nunca me negó el mejor dulce ni, mucho menos, ir a su casa a jugar con su nueva consola. Cuando tuve trece, la amistad cambió de género y esta fue la empleada de mi amigo, Sonia. De senos prominentes, cabello asfaltado y siempre recién ondulado, de un aliento a sábana y con una mirada certera y profunda que en vez de acobardar a mis infantes deseos e instintos los despertaba. Fue ella quien me hizo descubrir que el amor se detiene a esa edad, a los trece, buscando pretextos perfectos, excusas extrañas volviéndome mentiroso de profesión por amor y ahorrador compulsivo para comprar mi primer ramo de rosas.

Me hice adulto por ella, ni caminando ni saltando por la autopista sino por la acera, como lo hacía mi abuelo quien sospechaba mi telúrico cambio; no saltaba ya por encima ni ladeando a la gente, más bien cediendo el paso almidonando con senil respeto la mirada; por ella me volví veinte años mayor, dibujándome el bigote que aún no ramificaba, guturando la carcajada y fumando el cigarro que nunca prendía.
Nunca sabré si se dio cuenta de que la mimaba con el tono de mi voz, de que la deseaba no con besos debajo de la cintura sino con esos besos sabuesos trepando hasta su enroscado cabello; que mis hombros buscaban chocarse con su cuerpo anhelando, palpitándome el corazón, sus manos duras y olorosas a pino acariciándome las mejillas. Solo recuerdo la vez que me hizo tocar su duro seno, de color de la vainilla y olorosa a lavanda, el pezón marrón y tenso circundado por su aureola; mis dos manos no alcanzaron a cubrirlos, palpándolas, las miré sin saber qué hacer, solo dejándome hervir por esa nueva sensación. Cuando quise besarlos empujado por un instinto inadvertido se tendió sobre si misma se cerró la nívea blusa y me llevó a la cocina, me sirvió una Sprite y siguió con su rutina.

Volví a la casa de mi amigo, pues ella era su sirvienta, después de una semana pues me di unos días para asimilar e interpretar qué pasó y por qué rayos no le arranqué el sostén, me abalancé sobre ella y le arranqué los besos que tanto deseaba. Bueno, volví no para hacer lo que debí de haber hecho, sino para tomarla de la mano y darle el ramo de flores que no sabría como explicar a mi amigo su porqué. Cuando golpié la manija con el acero de la puerta, me atendió, no Sonia, sino la mamá de Miguel Ángel, mi amigo, me dio un beso casi en la boca que ya no era de ella, y pregunté por la verdadera dueña de esa casa.

No quería jugar con su hijo, no quería pasar ni sentarme a conversar con ella y su esposo como siempre y mucho menos regresar más tarde a ver una película... no quería saber nada pues cuando pregunté por mi Sonia, ella ya no existía.

Se fue sin despedirse, aunque supe, unos años después, cuando regresé al barrio del Sendero, que preguntó por mi en el lapso de esa semana que desaparecí de su vida; supe que estuvo delante del intercomunicador del edificio donde vivía, pero nunca supieron, quienes la vieron, por qué nunca toco el número "2" de la familia Watanabe.

El amor se detuvo a los trece.