Prejuicio final - Sebastian Barrasa (el Zaiper) / BUENOS AIRES, ARGENTINA

Nada de lo que puede lastimarte, se te enfrenta a simple vista. Un veneno, una araña, las más ínfima de las cepas bacterianas, o el tercer aviso de ejecución de la hipoteca de tu departamento. Nada de esto puede tocarse; ni los banqueros, ni los gobiernos, ni los infiernos. No podés saber de antemano si la crema está agria o la carne rancia. Te despedirá un telegrama. Te quemará el cortocircuito de una lámpara. Nunca sabrás de dónde salió la bala o quién empuñó el cuchillo que se clavará en tu espalda.Por eso, quedate tranquilo: podés jugar sin miedo, podés comer sin asco, entrá y salí de donde quieras, cuando quieras y cómo quieras; porque no es posible que la fatalidad se te acerque, ni un milímetro de más, ni una fracción de segundo antes, del instante sagrado de tu muerte.


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DESCARTABLE - Sebastian Barrasa (el Zaiper) / BUENOS AIRES, ARGENTINA



…y entonces entra a su cuarto y encuentra una mujer en su cama. Ella lo saluda y él se pregunta qué hace una mujer ahí, acostada. Se plantea cuán poca importancia le ha de estar dando a sus relaciones, que olvidó por completo a la persona con quién seguramente acaba de pasar algo. Éste es su cuarto y esa es su cama, y en su cama reposa una mujer desnuda… o tal vez desnuda, ya que la cubre su frazada de pelusa azul; y él la mira como sugiriéndole que baje la frazada para comprobar que realmente no tiene ropa porque entonces debe haber pasado algo entre ellos: es imposible pensar que estuvo con una mujer desnuda, en su cama y sin haber tenido sexo (y del bueno)… aunque en realidad no puede determinar si ya estuvo con ella o si iría a estar con ella.Pero lo verdaderamente intolerable es que no lo recuerde, que ni siquiera recuerde quién es esa mujer, ni cuándo entró con ella a esta casa que ahora descubre que no es la suya y que éste no es su cuarto y que él, ni siquiera es él…



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Ricardo Ríos Cichero - Fray Bentos, Uruguay


Tarde era ya cuando se fueron todos. El último fue Esteban, el peón de los Jiménez. Montó el tordillo que tenía atado en el matorral de ligustros al lado del rancho. Levantó la mano mientras el animal resoplaba y sacudía la cabeza con ruido a freno y bozal, hizo girar a la bestia retumbando el patio y, al tranco, se fue haciendo negro en lo negro del campo.

Juan quedó parado en el patio.
Quieto quedó.
Mirando hacia lo oscuro pero sin querer ver nada.
Tenía la sensación de que no había pasado aquello y que su mujer estaba durmiendo allí adentro con la panza grande, llena del hijo que esperaban. Casi estaba convencido de que el doctor no había venido, ni la partera con su pelo blanco y las manos como pasas. Ya no recordaba ni los gritos de su mujer, ni las órdenes del doctor... “deme eso, alcánceme aquello... ¡tenga de acá!"... ¡Vamos, vamos!” Casi seguro estaba de que a la mañana se iba a levantar, prepararía el mate y, sentado en la cama, en un “mano a mano” adormilado, ella le iba a hablar hasta por los codos del hijo que venía. Casi adivinaba ahora lo que sería ese rancho con un gurí gateando por todos lados; con gurí riendo, llorando, comiendo o simplemente durmiendo, despatarrado en el catre grande. Casi se veía caminando entre el monte, con el gurí prendido de su mano o corriendo adelante, queriendo agarrar un pájaro con las manitos gordas. Casi lo veía del otro lado del corral... “¡dale viejo, abrí la cimbra que yo te aguanto estos novillos!...” Casi, casi lo veía ahora sujetando su mano... “tranquilo papá, yo estoy a su lado; descanse, nomás...”


Allí estaba parado, con la imaginación confundiéndosele con los deseos.
Allí estaba, quieto en cuerpo y alma como esperando un despertar nuevo, distinto y bueno.
Allí estaba, con el olor a flores en la ropa, el frío de la muerta en las manos y el negror de la noche en la mente.
Y allí estaba, con el vacío que deja un suspiro. Ese vacío manso, ni malo ni bueno, en esa marcha sin detenerse, sin mirar atrás y sin ver hacia delante.
Rato estuvo así. Hasta que se le erizó la piel con el aire húmedo de rocío.
Y, lentamente, comprendió que todo había realmente pasado. Los gritos, el doctor, la partera, el olor a flores y el peón de los Jiménez; todo había pasado y todo estaba terminando allí, en la quietud que ahora estaba él.


Entonces volvió al rancho.
Se paró en la puerta.
La salita estaba igual que siempre; las vecinas habían dejado todo arreglado y barrido. Sólo un detalle desentonaba.
Se agachó, levantó el clavel, sin gajo y pisoteado, lo anidó en la mano grande y lo miró largo rato. Después fue hasta la cocina, buscó el tarro de la basura y dejó caer la flor entre papeles, tierra y puchos de cigarros.


Después fue despacio hasta el dormitorio.
Se sentó en la cama.
Se dejó caer hacia atrás.
Y se quedó, como dormido.

El capricho de Lucía - Vicente Vasquez

EL CAPRICHO DE LUCÍA

Lucía, termina de ducharse. Se encamina al tocador y en el espejo observa su cuerpo desnudo. Lo ve despacio. Su mirada lo recorre de arriba para abajo y de abajo para arriba; se detiene en los puntos más relevantes, los que pudieran ser de interés colectivo y los observa con detenimiento.

Se da por satisfecha.

No tiene un cuerpo como para aparecer en la Playboy, pero es aceptable. Se aplica desodorante en las partes que cree convenientes y se perfuma.

Siempre se ha preguntado, qué pasaría si saliera a la calle desnuda. Primero, tendría que tener el valor para hacerlo. Pero, suponiendo que lo tuviera, causaría un escándalo. Y se pone a soñar despierta: Cuellos tiesos y miradas forzadas, de maridos que son arrastrados por esposas celosas; rostros risueños de hombres solos; rechinar de llantas al aplicar los frenos... y algún ruido estridente provocado por el choque de dos o más vehículos; gritos femeninos, niños de mirada curiosa remolcados por madres escandalizadas; insultos, silbidos; un grupo de fisgones siguiéndola.

En resumen, un alboroto.

Por último el sonido de una sirena y la presencia de la policía. Luego, la comisaría, la prensa y quién sabe que cosas más.

Pero eso sí, sería emocionante. La idea la divierte. Pero no ha tenido la osadía de vivir tal experiencia.

Está frente al espejo y vuelve a admirar su cuerpo. No tiene celulitis ni cicatrices que esconder. Los senos mantienen su firmeza.

Hoy no pasará por el problema de todos los días: decidir que ropa va a usar. Saldrá desnuda. Una sonrisa se dibuja en su rostro, goza el hecho por anticipado.
En el exterior se escuchan los ruidos característicos de la gente.
Toma valor, respira hondo, abre la puerta y sale.

No pasó nada.

En el campo nudista su presencia, pasó inadvertida.««

Triste escena, Julia del Prado - Perú

Poco más de 30 años en este matrimonio y Blas persigue a su mujer por toda la casa, ella corre y se mete al dormitorio que fue de los hijos. Blas furioso atraviesa paredes y la provoca, diciéndole: -Mujerzuela. Teresa contesta:- Mujerzuela será la la mujer de la esquina, esa de la avenida Arequipa. No jodas. El sigue bajándole la moral, con insultos. No es la primera vez que ocurre una escena así, en las últimas semanas de este año se ha repetido.Teresa llora, se desespera. El se va a su dormitorio, al dormitorio matrimonial. Ella lo sigue alterada, siguen las agresiones e Inés coloca una de las almohadas sobre el rostro de Blas. El permanece impávido. No dice nada. Retira la almohada Teresa. Se siente resquebrajada. Vuelve al dormitorio de los hijos, deja la puerta entreabierta y guarda dos cuchillos en el cajón de ropa vieja.

Madera - Pablo Costa, Buenos Aires, Argentina

Madera Pobre de él. Que maldad pudo haber hecho para terminar ahí? En esa esquina del centro, abajo de un edificio gris que estaba rodeado de miles de edificios grises. ¿Qué esperaba él de su vida cuando recién germinaba? Si ya veía a su alrededor el cemento mientras crecía. Tal vez no es su culpa. Tal vez fue el viento o algún pájaro, o algún hombre. No lo sé. Yo sé que piensa, sus hermanos están libres en el bosque, en la selva. Aunque él creció seguro de que nada le iba a pasar. Si el encargado del edificio le acercaba un vaso de agua de vez en cuando y hasta sacaba a patadas y escobazos a los perros que lo molestaban. Trató de crecer un poco para ver el sol, pero nadie lo dejaba. Ni bien se estiraba un poquito, alguien lo cortaba. Y así fue su vida. Vio morir al encargado, a los perros y a la gente que vivió en aquel edifico gris. Y sigue ahí parado, esperando que algún día muera también aquel edificio gris, ese que no lo deja ver el sol.

Rocío - Silvana Alvarez Martínez, Colonia, Uruguay

Era un domingo como tantos, retornábamos con Melina –mi perra- de nuestra caminata por la playa, ambas con el andar cansado y pausado. Felices, pues el caminar a la orilla del río es como una inyección de energía, mientras éste acaricia tus pies y más bello aún es ver como Mel disfruta corriendo, mordiendo, ladrándole a las olas.
Casi llegando a la esquina de casa, una pequeña de unos seis años, lloraba y se acercaba saltando en un pie. Apuramos el paso. Pregunté qué le pasaba: -me clavé algo- contestó entre sollozos sosteniendo su pie descalzo. La senté en el cordón de la vereda, le pedí que sujetara la correa de Melina. La espina estaba en el dedito gordo de su pie, lo tomé con firmeza mientras ella no dejaba de llorar y enjugarse las lágrimas con su manito. Preguntó: -¿es un clavo?- -No-, le contesté. -Es una espina grande, aguantá un poquito más ¡ya la tengo!- Pude extraer la causante de tanto llanto. ¡Ya está, mirala! Y como vieja que estoy… no pude dejar de decirle: esto te pasa por andar descalza! Me dio las gracias, pregunté su nombre: Rocío. A la mañana siguiente, camino a la playa, escuché un “¡hola!” una niñita sacudía la mano saludando. Su cabello bien peinado en una cola de caballo, de túnica blanca y una gran moña azul, me recordaron mis tiempos de escolar: era Rocío, esta vez con una amplia y bella sonrisa.

Incursión - María Pía Poretti - Mendoza, Argentina

Caminando muy despacio, se acerca cautelosa y analítica sobre el costado de la superficie lisa y blanca. Al fin llega.


Ella no escucha el grito de miedo originado en alguna parte. Indiferente, se detiene y observa la extensión bajo sus pies, brillante y cerrada, que conserva un determinado volumen de agua. ¡El lago tan ansiado! . . . Eso le dijeron. Ella lo consigue ahora.


Puede ser muy ágil con sus pies. Escalar para ella no es difícil. Con un solo movimiento puede atravesar un buen trecho de ese camino, sobre el cual no resbala y anda con comodidad. El borde –comprueba- es angosto.


Gira hacia el otro extremo y hay un abismo, logra ver el terreno, allá, bien al fondo. Desde arriba, donde está ella, lo ve de un color distinto. Más acá se ve la pared por donde ha subido recién. Vuelve la espalda, y reconocedora, pone su atención sobre el agua estancada, silenciosa y quieta. No le interesa el ruido, voces y el moverse de rápidos cuerpos que buscan algo. Ella está absorta, mirando el espejo transparente. Quisiera acercarse y se mueve prudentemente. Hoy es un día de sorpresas. Hay que cuidarse. No es cuestión de entretenerse por nada.


Así, tan calculadora, no ve venir el objeto flexible sobre su cuerpo.


Hecha un ovillo, con sus piernas encogidas, sobre el pavimento blando y lustroso, no se mueve.


La echamos sobre el agua, donde durante escasos segundos flota lentamente. Luego un sonido y una violenta cascada que mueve el agua estrepitosa, que desaparece en un agujero escondido en el fondo del lago.


Todo vuelve a la normalidad.


Más calmada, Marta, escoba en mano, limpia el escenario de los hechos.


Al fin nos libramos de la araña del inodoro.