Fabricio Simeón / Rosario, Santa Fé

Nudo desatavírgenes

Ella quiere otro animal. Uno que le haga menos daño, no como el perro salchicha que se balanceaba sobre su cabeza infinita y la arrojaba después contra cualquier vértice de cualquier pared. Tal vez ni tan doméstico ni tan salvaje, no como el hámster que comía sus crías sobre la madera del ropero nuevo interfiriendo todo pacto onírico.
Un animal es como un hombre desbaratado en la superficie de un no lugar, lo más inapropiado de la especie. La misma imagen acaecida, no saberse animal, no saberse hombre. Un animal es como un hombre que no se sabe.
Algo que difiera del estereotipo en toda supervivencia, lo más apto para su insociable transición. Quiere uno que sea la panacea del eslabón perdido, la efectual lumbre entre el australopithecus y el homo sapiens sapiens. No un conejo sumiso, no un camello sangrando agua por la giba desnuda del desierto corporal. No un gato disperso, no un canario que la despierte en su jaula miedosa.
Todo lo que había conocido era parte de un ecosistema postergado. La lesión medular, su instituto de mutabilidad, el ovillo del inframundo, sus decisiones perdurables en los manuscritos.
Y más que un deseo, parece ser el único movimiento laudable sobre el selvático tablero de humanidades desprovistas de extremos. Como torres sin dirección oblicua llegando al límite, al mismo borde de buda. Desatando la contractura en la nuca, el endurecimiento capital de los codos, una cadena de oración enmudecida. Desea porque carece, quiere porque supone tener. Desea querer o quiere desear. Sólo un animal se desea, se quiere.
Pero no quiere una serpiente desfigurada que optimice el pecado original, no quiere un oso que pueda ser representado como peluche para ubicar sobre la almohada cuando la cama esté hecha. No quiere un mono imitador de desalojos, cansado de producir esquemas incontenibles, harto de ser mono y no animal. No quiere una jirafa de baja estatura que pase por la puerta trasera de la casa sin patio o un elefante blanco trampeado en la esquina donde la intermitencia del semáforo es una constante proclive al último accidente, el que nunca se produjo.
La sumisión del instinto la había provocado hasta entramar la economía de sus dedos, el tacto del vientre, su roce almidonado. Era como querer lo que invade, lo que penetra detrás de las estanterías cuando del otro lado del vidrio sólo las uñas marcan la noción del pulso, lo que no se vuelve a ver.
Ella quiere otro animal. Uno que celebre los aniversarios del pecho como se celebra la muerte de un prócer, que pierda las alianzas del anular como se pierden las voces en la manada, que invierta el mismo tiempo en ella que han invertido las capas para suscitar un plegamiento de cápsulas. Uno que no se escape ni se quede, que no se pinte ni se destiña, que no sude ni se reseque. Uno que salga de la convención del ejemplar y entre al cuello por la nuez.
El leopardo lila irrumpe ahora el pacto de la vigilia. Nada en la textura de sus ojos despacio, acurrucado en las motas de lo invisible. Muerde la guarnición inconsistente de toda sobra, desprecia el silencio. Lame cada úlcera por la hendidura de otro pezón, vuelve a comer, pero ella quiere otro animal.

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Dispersión

"... nunca has visto un robot caminar para atrás, yo tenía otro concepto de vos..."
Luchi Camorra

-me das tu password?
-tengo el núcleo del techo fuera de la contraseña por sí las maquinas del ruido trazan la línea divisoria entre tu oligofrenia y mi taco aguja.
-Sólo quería incursionar tu lado entrañable, el más acongojado, el cursi.
-No entendiste qué eslabón se ha perdido desde el coincidente momento que pasaste junto al inodoro, vomitando el cuarto creciente, hasta este descenso de traqueas.
-Hace frío afuera y no estaría nada mal dormir con alguien.
-Se piensa en él como un electrón acomplejado bajo la estirpe anoréxica del nesquik caliente.
-Que estás leyendo?
-física cuántica, una nueva versión del mundo femenino o mecánica ondulatoria del pecho materno como materia, su dualidad onda-partícula. En definitiva tu percepción puede no ser la mía.
-Y por qué estás trabajando en una barra sirviendo tragos que seguramente no preparas con la misma intensidad con la que mueves las tetas?
-pues porque resulta ilógico resolver la ecuación desde la radiación térmica clásica que emana cualquier objeto en equilibrio, en realidad si se suman las frecuencias que los mismos emiten, todo da infinito, hasta el borde del vaso infectado, mamado en situación electromagnética, lo que está sitiado en el cuerpo del sorbete, lo que pasa de la mirada a la boca.
-Estás resfriada? pareciera que tus fosas nasales se precipitan ante la comunión que indica una respuesta, o será que mis preguntas son inapropiadas.
-Nada de lo que la ley de gravitación universal prescinda estaría fuera de mi, si la nariz y su respuesta fuesen menos unívocas y deterministas, la luz siempre entra, quieras o no siempre entra, un momentum por favor, me llama la encargada.
-Si no te hubieses acariciado tanto el pelo tal vez querría que algo se quede en mi, pero es sólo tu segundo nombre lo que me moviliza, ni siquiera el primero, es exactamente el segundo y lamento haberlo averiguado, me recuerda a una ex y este espejo siempre aparece en mi cuando la noche trasciende y algún nombre de mujer me consume como esta química oscura que está del otro lado de la madera gruesa.
-No te entiendo pero igual debo irme.
-No importa tanto si en definitiva apenas soy un cuerpo negro que absorber toda la energía que hay en mi como un objeto ideal que se superpone al mundo obtuso de las manos en estas palancas desbordantes que apenas palpan lo inevitable como resquicio o ponderación del vacío.
-Está bueno lo que dices! Aquí te dejo mi número.
-Es que no quisiera confundirte, a mi me gusta tu hermano y no tenía dinero para comprar un trago.