Fernando Gonzalez Carey / Gral Roca, Río Negro / ARGENTINA

HISTORIAS REALES DE ROCA

Estos textos no son ficcionales. Son historias mínimas de nuestra ciudad, que tienen ese sabor de la cotidianeidad y no hacen más que reflejar por qué carriles transita la vida, un día cualquiera. Y entonces sonreímos de nuestras limitaciones, del mundo chico en que vivimos.


La anciana distraída


La viejita ingresó sin mayores preámbulos en la óptica, con su bastón y enorme bolsón colgando de sus hombros. Buenos días, saludó, y quedó esperando que la atendieran. Alejandro salió de su cabina y se sorprendió de la jovialidad de la anciana, de sus ojos alegres, así que inmediatamente entró en sintonía con la nueva clienta.
Después de hablar del aire y del Sol, el óptico le preguntó qué la traía por el negocio. Ah, usted busca anteojos de uso permanente para ver de lejos, trajo la receta, muy bien, bueno aquí el médico le propone utilizar anteojos con un aumento importante, vaya mirando el mostrador para ver si encuentra algún armazón en particular, no, señor, no, yo quiero esos anteojos que no se salen y que se ponen dentro del ojo, ah, los lentes que llamamos de contacto, ésos, ésos.
Alejandro sonrió para sus adentros y espió a la anciana. Se la veía muy concentrada, independiente y le llamó la atención que viniera sola. ¿Viene sola, es que no la quieren acompañar? No, sí quieren pero yo no, porque después debo comprar lo que ellos deciden…
La hizo pasar a la sala de pruebas y la invitó a sentarse en el amplio sofá que allí tiene para los clientes. Bueno, cómo es su nombre, Elena, ah, Elena, le voy a explicar, esto tarda un par de días , yo los encargo y cuando llegan le aviso. Mientras tanto vamos controlando los papeles y fijando el precio. No hubo dificultades, Elena lo saludó cordialmente y se fue.
A la semana siguiente allí estaba la abuela, firme con su bastón y sus ojos alegres. Pasó a la sala, se sentó, probó sus nuevos lentes y escuchó atentamente las recomendaciones de Alejandro, quien con infinita paciencia le fue explicando cómo debía utilizarlos, el cuidado que debía tener y le dio precisas indicaciones para el mantenimiento. A todo prestaba atención la anciana.
Alejandro le recomendó especial cuidado por la limpieza diaria y le entregó una cajita de pastillas limpiadoras para eliminar los residuos de las proteínas que solían quedar adheridas en la lente. Debía disolverlas en solución fisiológica y dejarlas actuar toda la noche. Una pastilla es suficiente por vez, abuela, son potentes limpiadoras del material que le entrego. Nada más, y verá cómo mejora notablemente la visión con este procedimiento.
No se haga problemas, le contestó Elena, es muy fácil, cualquier cosa paso por aquí y le pregunto. Dijo esto, tomó su bastón y se encaminó hacia la puerta, contenta y orgullosa, sabedora de que ya no debía ostentar los horribles marcos con los gruesos vidrios que tantos años le cargaban. No desestimó una ojeada veloz al espejo de la óptica y sonrió agradecida.
Cuando ya casi tocaba la vereda, y sosteniendo la puerta, le dijo a Alejandro con la mejor de las inocencias, ah, señor, a las pastillas, ¿cada cuántas horas tengo que tomarlas?


fgcarey@speedy.com.ar
Este testimonio fue escuchado en una óptica local.

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El barquero


Me sorprendí cuando me dijo que no. Después, observando el Oeste, donde se calcaban las montañas en el lago, insistí.
- Tenga en cuenta que vengo de lejos y que la noche se arrima...
No dejaba de mirarme, pero por más que indagué sus intenciones en la mínimas marcas de su rostro, sólo encontré la misma negativa, pertinaz. Sin embargo, una fina línea floreció en la comisura de sus labios cuando metí la mano en mi bolsillo y le mostré el vintén oriental. Lo tomó con ceremonia infinita y entonces me ayudó a subir a la barca.
Mientras los remos marcaban el paso de ñires y cohiues que se acomodaban en la orilla, volví a sentir muy cerca de mí, adentro, a los costados y con el alma apretada al mismo pasajero solitario y temeroso que llevaba yo adentro. El barquero persistía en observarme.
- ¿De dónde viene? – me preguntó de repente.
- Pues caminaba por el bosque y me di cuenta bastante tarde de que no tenía tiempo de orillar el lago para regresar a casa.
- Parece asustado.
- Hay algo de eso –respondí sin resistencia.
El barquero tenía un rostro de nadie, pero invitaba a conversar. Hablaba con voz profunda.
- Hay en la vida sensaciones raras, que en el bosque se magnifican- deslicé cuando la proa buscaba la orilla opuesta.
- Es que las sombras de la vida surgen recién al atardecer. Fíjese en el pinar espeso que llega hasta la playa, cómo se abalanza sobre el espejo de agua y lo cubre. De día, es una fortaleza verde, que sostiene el cielo. Vamos construyendo temores en el camino de la vida y cuando éste se angosta, aquéllos recorren el mínimo espacio en loca carrera, mordiendo y acorralando.
Y entonces, mientras el barquero trabajaba su remo, de mi bolsillo fueron saliendo muy despacio las penas y las mentiras, las traiciones y desencantos, las soledades y miserias. Los iba liberando y arrojando al lago, en pequeños envoltorios que prontamente desaparecían. La conversación avanzaba sin miramientos. Hasta que aparecieron los recuerdos El barquero extrajo de la nada una bolsa grande de arpillera y la abrió en silencio, incrustando sus negros ojos en los míos. Resultó inútil resistirse. Allí debían ir las cosas nunca más vistas y queridas del pasado.
- Si Ud. quiere vivir, arrójelas y nunca más pida por ellas- y cerrando la bolsa con la nostalgia que pesaba como jamás imaginé, la tiré al lago. La estela de un pez muy grande se abrió surco desde la quilla de la barca y se alejó tumultuosamente.
Un silencio incómodo se apoderó de mí, pero cuando arribamos sentí el vacío que las penas habían dejado. Me alejé sin volver el rostro, convencido de que nada valió más que ese día.


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Adulador



Una de las tácticas más comunes para obtener lo deseado es adular a quien detenta el poder de satisfacernos. Es una práctica universal que casi siempre tiene buen resultado. También es cierto que hay personas atentas a esta humana inclinación y pueden escapar de los resultados del halago interesado.
Esa mañana Mickey salió decididamente a comprar una camisa que ya había visto en una vidriera céntrica. Siempre que pasaba le echaba una ojeada, y repetidamente se decía ya voy a venir a comprarla…. Hasta que se decidió. Antes de ingresar al negocio, volvió a mirarla y admirarla. Se la imaginó con distintas combinaciones y aprobó su decisión. Una vez adentro, se acercó presurosamente el empleado, lo saludó y no le dio chances a Mickey de rumbear por otros rincones de las ofertas de la casa. No te dejan respirar, se dijo enfadado.
Qué anda buscando, por favor quiero ver esa camisa que está allí, sí, cómo no, ya se la alcanzo, qué día hoy, no, este calor no se va más, aquí tiene, sírvase pasar por el probador. Mickey se la puso, se miró diez veces en el espejo, pero no lo convencía, así que cometió el error de consultar la opinión del vendedor… pero si le queda perfecta la camisa, está hecha para usted, yo días pasados compré una también, pero mire que la veo que me tira un poco de aquí, no, no es eso, le falta un lavado y ya verá usted cómo todo se arregla y se acomoda, llévela con total confianza, quedará como un duque…
A Mickey no lo convencían así nomás, así que pidió ver otras camisas, revolvió la tienda y finalmente encontró lo que deseaba, se la probó frente al espejo y sonrió. Esta es, se dijo, y luego al empleado, ésta me gusta más, creo que me cae mejor, la siento más cómoda. La llevo. Y cuando el vendedor estaba envolviendo la prenda, muy satisfecho por la operación concretada con el cliente, le comentó en voz baja a Mickey como quien no quiere la cosa, hizo una buena compra, porque a decir verdad la otra le quedaba como la mona…