En la castigada ciudad de Puerto Príncipe, María Luz y uno de los tantos guardacostas, formaban una linda y feliz pareja hasta que un día él partió, hacia el país de las almas perdidas.
La tristeza invadió el corazón de ella, que fue encerrándose en un cono de pena al que nadie podía ingresar.
La veían solitaria y agobiada deambulando por la orilla del mar a la hora en que sol entrega su energía, y también por las noches cuando la oscuridad la obligaba a iluminar su paso con un humilde farol cuya luz concluyó por atraer a las mariposas que se convirtieron en su única compañía.
Una mañana la vieron bordando esas maravillas aladas con la espuma que el mar dejaba en la orilla. Terminada la obra, se vistió con su níveo tejido y así fue cobrando vida su nuevo y mágico aspecto.
Aquella tarde todos asistieron al misterio de cómo era llevada por los aires al compás del aleteo de sus compañeras y, desde ese momento, el viento suave jugaba con ella mientras la rodeaban miles de mariposas blancas. Hasta que hubo una tormenta muy fuerte y María Luz fue arrastrada por ráfagas huracanadas que la llevaron lejos.
En lo alto del cielo se la vio flotar.
Hoy descansa su cuerpo en un campo cerca del mar donde crecen flores multicolores y nacen mariposas todos los días.
Cuenta la leyenda que los pescadores, en las noches de luna llena, la ven volar con su vestido de mariposas y luciérnagas.
Su imagen se multiplica por miles al reflejarse en las ondas marinas y se diría que, mientras ellos pescan, ella los acompaña, iluminándolos.