Manuel Cubero

PRODUCTO ADULTERADO


Cuando vieron descender al primer astronauta de un cohete espacial, los
selenitas protestaron airadamente ante el Comisario de Sanidad y Consumo: era inadmisible que al abrirse la lata de conservas el bicho aún estuviese vivo.

Pascual Marrazzo

Barrio plateado por la luna 2009


Los jóvenes mareados atornillaban la curda bajo un farol sin luz, mientras, a sólo unos metros el chofer de un taxi libre imploraba por su vida.
–“No me maten muchachos”.
Desde los zaguanes, como si fueran parlantes se escuchaba una música estridente, demoledora. La basura se alcantarillaba en cada esquina y las veredas ondulantes despegaban las baldosas luciendo los soretes de los perros. Después de revolcarse y dar vueltas carnero, las cajas de cartón se alisaban en el empedrado con la ayuda de las ruedas de los autos. Tres pibes encapuchados salían corriendo del kiosco.
– “Lo mataste boludo” – alcancé a escuchar.
Un hombre mayor, un abuelo, salió a la vereda y se crucificó con una mancha roja en el pecho. No alcanzó a decir nada, sólo abrió los brazos para caer como Cristo.
Un joven transeúnte marcó unos números en el celular y se lo llevó al oído. Se encogía de hombros y gesticulaba con sus manos. Después de unos minutos le pregunté: ¿Llamó a la policía o a la ambulancia? No – me contestó, llamé a mi novia para contarle de todo este quilombo.
Corrí al medio de la calle y paré un taxi: ¡Señor, señor, avise a la policía y que manden una ambulancia, por favor, ha ocurrido (……………!) – Y para eso me paras, ¡Boludo, no ves que estoy trabajando! …
Aceleró y me dejo mal parado en el medio de la calle, desde la vereda de enfrente una gruesa mujer que salía ofuscada de una tienda, me gritó:
-- ¡Usted, señor! ¿No se dio cuenta que esos pendejos de mierda me robaron y me manosearon o está de campana ahí, con esa cara de nada?
De pronto una sirena ululaba mis oídos como una perforadora, tuve que levantar las manos sin apartarme para que se detenga.
– “Es aquí, por favor vengan” – imploré.
-- “No podemos, respondemos al llamado de un socio que paga, hágase a un lado porque si el paciente muere lo haremos responsable.
Nuevamente me encontré en la vereda, la gorda me seguía gritando.
--¡Te pensabas escapar en la ambulancia, atorrante mal nacido!
Sabía que hubiese sido imposible un diálogo con esa mujer y como no le contestaba más furiosa se ponía.
-- ¡Me robaron, me manosearon, me manosearon!
No se cansaba de repetir. Seguramente, hasta pensaría que el tumulto era a consecuencia de ella y ni siquiera había visto el cadáver del pobre viejo, ni al tachero buscando el dedo que le cortaron. Algunas personas comenzaron a mirarme con recelo, me dieron ganas de correr, pero tuve miedo de que me culparan. Había quedado enjaulado entre tanta solidaridad y ya no pude hacer más nada.

Héctor Cobas, Miramar

EL ASCENSO


El término “ascenso” indica un estado de subida, de alcanzar una meta más alta o elevada. Es muy usada en el lenguaje cotidiano, pero también en otras disciplinas como es la sociología que nos habla por ejemplo del ascenso social de ciertos sectores de la población que acceden a otros planos de mayores beneficios. Del mismo modo es utilizado por la ética cuando nos habla de alcanzar niveles superiores de modelos que realcen al ser humano y lo dignifiquen. También es usado en teología cuando se nos habla del ascenso de Cristo a los cielos. De manera similar es usado en metafísica, principalmente en la actitud del pensador que debe elevarse en el plano del conocimiento y lograr asir los paradigmas que en la filosofía platónica se encuentran en la dimensión superior del topo uranos y permiten acceder al pensador a la potestad de la verdad. Pero lo importante es encontrar en este vocablo la interpretación que está ligada con la noción de escalar, trepar y también de crecimiento para alcanzar alturas que sólo se disponen y se experimentan en los planos psicológicos y/o anímicos. Asimismo, y para una mayor comprensión tendríamos que contraponerlo con su antagónico que es descender y que implica el estar en un plano y encontrarse en otro inferior. Pero lo importante que tanto el ascender como descender siempre implica un grado de conflicto y ligado inevitablemente con el estado de ánimo y es enunciado en el decir simbólico de la palabra originaria que guarda relación esencial con el modo de ser existente, que somos nosotros mismos y que un pensador como Heidegger lo define como el Dasein, traducido al español como Ser ahí. Ese Ser que tiene como condición la de “ser o estar en el mundo” y que experimenta en su ser ese estado que lo dispone como pasajero efímero en un tiempo que se le da y que se hace manifiesto como proyecto. Así definido el ser humano es interpretado desde la ontología que sirve de base o fundamento para ir constituyendo las distintas disciplinas que son las manifestaciones de la cultura que compendian las expresiones religiosas, científicas , el arte y la filosofía en general ; haciéndose extensibles para interpretar la cotidianidad con la consabida vulnerabilidad que sufrimos en cuanto seres con proyectos , insertos en acontecimientos que se nos revelan en nuestro ser como enigmas a desentrañar, y que experimentamos como circunstancias meramente personales, pero que son en verdad, expresiones del ser concebidos como eventos moldeados desde el ámbito de nuestra libertad. Sobre estos errantes caminos, los pensadores y poetas pretenden mantener vigentes, a través de la palabra, las más de las veces vagamente comprendidas, ese último residuo del misterio del ser; sostenidos desde lo oculto en una cultura aparentemente desmitificadora como la que se nos revela en la actualidad.

Pascual Marrazzo

El Último Colectivo

No soporto ver pasar la vida, cuando arrastro una bolsa cargada de ganas. Verla correr como un colectivo que te invita a subir, una oportunidad que viene y se va. Sé correr tras él, transpirar, gritar, pedir ayuda, con tal de no perderlo.
Subir significa: vivir, arriesgar. Usar todos los sentidos, disfrutar los buenos y soportar los malos. Alguien te puede apretar, manosear, robar. Pero también te pueden ayudar, sonreír, enamorar.
Hay quienes se quedan en la parada eternamente, esperando el otro, el que vendrá después y nunca se deciden a disfrutar de un viajecito. Una y otras razones los detienen: o que va muy lleno, o que está medio destartalado, o que tiene el número trece en el guardabarros.
Lo cierto es que dejan que pase y pase, hasta que ya no pueden más sostenerse en la parada y ven cómo se aleja, el último colectivo.



El Vagón de cola


A veces cuando hago un recuento del tren de mis travesuras me vienen a la memoria mis anteriores viajes. Claro que de ese tren imaginario, sólo conocí algunos vagones. El primero estaba medio desvencijado y le entraba frío por todos lados, tenía los asientos de madera y se alumbraba con un farol a kerosén. De ése, pude zafar, me escapé y entré en el famoso coche pullman. Tenía los asientos tapizados en cuero azul, mullidos y reclinables, apoya pies y brazos. Luz para leer y comedor de lujo, pero era triste, lleno de gente quejosa y disfrazada de lo que no eran. Me miraban mal porque me reía, me miraban mal porque me apenaba y no pude resistir la ambigüedad. Entonces, para no tentarme, mejor dicho para que no me permitiesen volver, eructé en el salón comedor y volví a escapar, pero esta vez, al vagón de cola.
El vagón de cola es algo así como un departamentito con balcón y tiene una vista panorámica de 300º, no le da el humo de la locomotora y se mece mejor que ningún otro. Por ello lo llené de ilusiones, mucha fantasía, le colgué la hamaca paraguaya y aquí estoy, terminando de escribir este cuentito para vos.



La escalera


En la estación de Cipolletti hay una escalera abandonada. Escalera del Ferrocarril Sud. Si pudiera levantarla, si tuviese la fuerza necesaria, la elegiría porque es muy larga y descansa en el desierto. La subiría mil kilómetros arriba de las nubes.
Si cada durmiente despertase. Si cada uno recordase su vida, allá en los quebrachales del norte. Si se arrepintiesen de la sumisión y se rebelasen de dormir entre las piedras. Entonces, con la fuerza de ellos y las mías, lo intentaría.
Si cada riel, espejado en el llano pellejo de su lomo dejara de mirarse en el cielo y buscase alcanzarlo. Entonces; entre la fuerza del acero, del quebracho y de mi sangre, llegaría.
Lo haría, sí, trepando. No podría ser más lento que ahora, me llevaría los pasos a niveles y las barreras; los timbres y las luces para dejar pasar a los pájaros y no dejaría cruzar a los satélites espías.
Cobraría peaje a los santos que nunca supieron lo que es vivir en Cipolletti y a los cuervos que nunca tuvieron que pagar el IVA.
Y, cuando llegase a la última garita, me pondría de banderillero, con la banderita roja de peligro, avisando que llegó el final.

Macedonio Fernández

Un paciente en disminución


El señor Ga había sido tan asiduo, tan dócil y prolongado paciente del doctor Terapéutica que ahora ya era sólo un pie. Extirpados sucesivamente los dientes, las amígdalas, el estómago, un riñón, un pulmón, el bazo, el colon, ahora llegaba el valet del señor Ga a llamar al doctor Terapéutica para que atendiera el pie del señor Ga, que lo mandaba llamar.
El doctor Terapéutica examinó detenidamente el pie y “meneando con grave modo” la cabeza resolvió:
-Hay demasiado pie, con razón se siente mal: le trazaré el corte necesario, a un cirujano.

Ramón Gómez de la Serna

Aparición del tritón


La bella joven se reía tanto después del baño a la orilla del mar, que como la risa es la mayor provocadora de la curiosidad, asomó su cabeza un tritón para ver lo que pasaba.
-¡Un tritón! -gritó ella, pero el tritón tranquilo y sonriente la serenó con la pregunta más inesperada:
-¿Quieres decirme qué hora es?

Federico Demarchi, Rosario, Argentina

AUTOR INTELECTUAL



Nadie te oyó entrar en su casa, ni discutir con él unos minutos, ni retirarte fingiendo que ya no volverías para acceder nuevamente por la puerta de atrás, sorprenderlo por la espalda y dispararle tres veces. Nadie te vio registrar sus cajones, robar dinero y documentos, tomar después el camino de regreso por una calle empedrada con las manos en los bolsillos y al cruzar el viejo puente arrojar el arma al río. Tal vez no falte quien sospeche ya, que lo anterior no alcanza para incriminarte. La unánime noche es testigo: nadie te oyó ni te vio.
La realidad es indiferente a las simetrías. La imaginación, las busca y las encuentra por doquier. Perfecto, en consecuencia, será sólo aquel crimen que sea imaginario. Ahora bien, ¿quién ha sido el autor de este crimen?, ¿quién lo ha imaginado?, ¿quién ha dado por cierto lo que no es sino una negación?
A la hora de responder estas preguntas, no me gustaría estar
en tu lugar, activo lector.

Raúl Brasca

HERMANOS

Cuando la coexistencia se les hizo insostenible, dos hermanos muy
competitivos llegaron a un acuerdo tácito pero inquebrantable: aquello en lo
que uno de ellos triunfara quedaría vedado para el otro; eso evitaría toda
comparación entre ambos. Más que un alivio, el pacto resultó una condena. En
la carrera por apropiarse de los triunfos más gratificantes y las
privaciones menos penosas, el que mostró primero ser más inteligente, relegó
al otro a la estolidez y los trabajos rudos. Consecuentemente, cuando el
bruto aunque apuesto ganó con las mujeres, el intelectual tuvo que
inclinarse por los hombres. Pero replicó haciéndose muy rico, con lo que
obligó al hermano a equivocarse en los negocios y arruinarse. No previó que
tanta miseria haría que su rival deseara morir hasta lograrlo y que con ello
le escamotearía el triunfo. Achacoso y cubierto de años, soporta aún la
ruina de su cuerpo mientras clama por una muerte prohibida.



ÚLTIMA ELECCIÓN

El pez resuelto al suicidio evita veloz la red en la que moriría con sus
compañeros, pasa de largo frente al anzuelo del pescador rutinario que hojea
una revista y traga sin dudar el de un niño que recordará mientras viva los
espasmos terribles de su asfixia.


AMOR I

A ella le gusta el amor. A mí no. A mí me gusta ella, incluido, claro está,
su gusto por el amor. Yo no le doy amor. Le doy pasión envuelta en palabras,
muchas palabras. Ella se engaña, cree que es amor y le gusta; ama al
impostor que hay en mí. Yo no la amo y no me engaño con apariencias, no la
amo a ella. Lo nuestro es algo muy corriente: dos que perseveran juntos por
obra de un sentimiento equívoco y de otro equivocado. Somos felices.


AMOR II

Pretende que yo estoy enamorada del amor y que a él sólo le interesa el
sexo. Dejo que lo crea. Cuando su cuerpo me estremece, lo atribuye a sus
muchas palabras. Cuando mi cuerpo lo estremece, lo atribuye a su propio
ardor.
Pero me ama. Y no lo saco de su engaño porque lo amo. Sé muy bien que
seremos felices lo que dure su fe en que no nos amamos.

José Donoso

China

[Cuento. Texto completo]
José Donoso 1924 – 1997


Por un lado el muro gris de la Universidad. Enfrente, la agitación maloliente de las cocinerías alterna con la tranquilidad de las tiendas de libros de segunda mano y con el bullicio de los establecimientos donde hombres sudorosos horman y planchan, entre estallidos de vapor. Más allá, hacia el fin de la primera cuadra, las casas retroceden y la acera se ensancha. Al caer la noche, es la parte más agitada de la calle. Todo un mundo se arremolina en torno a los puestos de fruta. Las naranjas de tez áspera y las verdes manzanas, pulidas y duras como el esmalte, cambian de color bajo los letreros de neón, rojos y azules. Abismos de oscuridad o de luz caen entre los rostros que se aglomeran alrededor del charlatán vociferante, engalanado con una serpiente viva. En invierno, raídas bufandas escarlatas embozan los rostros, revelando sólo el brillo torvo o confiado, perspicaz o bovino, que en los ojos señala a cada ser distinto. Uno que otro tranvía avanza por la angosta calzada, agitando todo con su estruendosa senectud mecánica. En un balcón de segundo piso aparece una mujer gruesa envuelta en un batón listado. Sopla sobre un brasero, y las chispas vuelan como la cola de un cometa. Por unos instantes, el rostro de la mujer es claro y caliente y absorto.
Como todas las calles, ésta también es pública. Para mí, sin embargo, no siempre lo fue. Por largos años mantuve el convencimiento de que yo era el único ser extraño que tenía derecho a aventurarse entre sus luces y sus sombras.
Cuando pequeño, vivía yo en una calle cercana, pero de muy distinto sello. Allí los tilos, los faroles dobles, de forma caprichosa, la calzada poco concurrida y las fachadas serias hablaban de un mundo enteramente distinto. Una tarde, sin embargo, acompañé a mi madre a la otra calle. Se trataba de encontrar unos cubiertos. Sospechábamos que una empleada los había sustraído, para llevarlos luego a cierta casa de empeños allí situada. Era invierno y había llovido. Al fondo de las bocacalles se divisaban restos de luz acuosa, y sobre los techos cerníanse aún las nubes en vagos manchones parduscos. La calzada estaba húmeda, y las cabelleras de las mujeres se apegaban, lacias, a sus mejillas. Oscurecía.
Al entrar por la calle, un tranvía vino sobre nosotros con estrépito. Busqué refugio cerca de mi madre, junto a una vitrina llena de hojas de música. En una de ellas, dentro de un óvalo, una muchachita rubia sonreía. Le pedí a mi madre que me comprara esa hoja, pero no prestó atención y seguimos camino. Yo llevaba los ojos muy abiertos. Hubiera querido no solamente mirar todos los rostros que pasaban junto a mí, sino tocarlos, olerlos, tan maravillosamente distintos me parecían. Muchas personas llevaban paquetes, bolsas, canastos y toda suerte de objetos seductores y misteriosos. En la aglomeración, un obrero cargado de un colchón desarregló el sombrero de mi madre. Ella rió, diciendo:
-¡Por Dios, esto es como en la China!
Seguimos calle abajo. Era difícil eludir los charcos en la acera resquebrajada. Al pasar frente a una cocinería, descubrí que su olor mezclado al olor del impermeable de mi madre era grato. Se me antojaba poseer cuanto mostraban las vitrinas. Ella se horrorizaba, pues decía que todo era ordinario o de segunda mano. Cientos de floreros de vidrio empavonado, con medallones de banderas y flores. Alcancías de yeso en forma de gato, pintadas de magenta y plata. Frascos de bolitas multicolores. Sartas de tarjetas postales y trompos. Pero sobre todo me sedujo una tienda tranquila y limpia, sobre cuya puerta se leía en un cartel: "Zurcidor Japonés".
No recuerdo lo que sucedió con el asunto de los cubiertos. Pero el hecho es que esta calle quedó marcada en mi memoria como algo fascinante, distinto. Era la libertad, la aventura. Lejos de ella, mi vida se desarrollaba simple en el orden de sus horas. El "Zurcidor Japonés", por mucho que yo deseara, jamás remendaría mis ropas. Lo harían pequeñas monjitas almidonadas de ágiles dedos. En casa, por las tardes, me desesperaba pensando en "China", nombre con que bauticé esa calle. Existía, claro está, otra China. La de las ilustraciones de los cuentos de Calleja, la de las aventuras de Pinocho. Pero ahora esa China no era importante.
Un domingo por la mañana tuve un disgusto con mi madre. A manera de venganza fui al escritorio y estudié largamente un plano de la ciudad que colgaba de la muralla. Después del almuerzo mis padres habían salido, y las empleadas tomaban el sol primaveral en el último patio. Propuse a Fernando, mi hermano menor:
-¿Vamos a "China"?
Sus ojos brillaron. Creyó que íbamos a jugar, como tantas veces, a hacer viajes en la escalera de tijeras tendida bajo el naranjo, o quizás a disfrazarnos de orientales.
-Como salieron -dijo-, podemos robarnos cosas del cajón de mamá.
-No, tonto -susurré-, esta vez vamos a IR a "China".
Fernando vestía mameluco azulino y sandalias blancas. Lo tomé cuidadosamente de la mano y nos dirigimos a la calle con que yo soñaba. Caminamos al sol. Íbamos a "China", había que mostrarle el mundo, pero sobre todo era necesario cuidar de los niños pequeños. A medida que nos acercamos, mi corazón latió más aprisa. Reflexionaba que afortunadamente era domingo por la tarde. Había poco tránsito, y no se corría peligro al cruzar de una acera a otra.
Por fin alcanzamos la primera cuadra de mi calle.
-Aquí es -dije, y sentí que mi hermano se apretaba a mi cuerpo.
Lo primero que me extrañó fue no ver letreros luminosos, ni azules, ni rojos, ni verdes. Había imaginado que en esta calle mágica era siempre de noche. Al continuar, observé que todas las tiendas habían cerrado. Ni tranvías amarillos corrían. Una terrible desolación me fue invadiendo. El sol era tibio, tiñendo casas y calle de un suave color de miel. Todo era claro. Circulaba muy poca gente, éstas a paso lento y con las manos vacías, igual que nosotros.
Fernando preguntó:
-¿Y por qué es "China" aquí?
Me sentí perdido. De pronto, no supe cómo contentarlo. Vi decaer mi prestigio ante él, y sin una inmediata ocurrencia genial, mi hermano jamás volvería a creer en mí.
-Vamos al "Zurcidor Japonés" -dije-. Ahí sí que es "China".
Tenía pocas esperanzas de que esto lo convenciera. Pero Fernando, quien comenzaba a leer, sin duda lograría deletrear el gran cartel desteñido que colgaba sobre la tienda. Quizás esto aumentara su fe. Desde la acera de enfrente, deletreó con perfección. Dije entonces:
-Ves, tonto, tú no creías.
-Pero es feo -respondió con un mohín.
Las lágrimas estaban a punto de llenar mis ojos, si no sucedía algo importante, rápida, inmediatamente. ¿Pero qué podía suceder? En la calle casi desierta, hasta las tiendas habían tendido párpados sobre sus vitrinas. Hacia un calor lento y agradable.
-No seas tonto. Atravesemos para que veas -lo animé, más por ganar tiempo que por otra razón. En esos instantes odiaba a mi hermano, pues el fracaso total era cosa de segundos.
Permanecimos detenidos ante la cortina metálica del "Zurcidor Japonés". Como la melena de Lucrecia, la nueva empleada del comedor, la cortina era una dura perfección de ondas. Había una portezuela en ella, y pensé que quizás ésta interesara a mi hermano. Sólo atiné a decirle:
-Mira... -y hacer que la tocara.
Se sintió un ruido en el interior. Atemorizados, nos quitamos de enfrente, observando cómo la portezuela se abría. Salió un hombre pequeño y enjuto, amarillo, de ojos tirantes, que luego echó cerrojo a la puerta. Nos quedamos apretujados junto a un farol, mirándole fijamente el rostro. Pasó a lo largo y nos sonrió. Lo seguimos con la vista hasta que dobló por la calle próxima.
Enmudecimos. Sólo cuando pasó un vendedor de algodón de dulces salimos de nuestro ensueño. Yo, que tenía un peso, y además estaba sintiendo gran afecto hacia mi hermano por haber logrado lucirme ante él, compré dos porciones y le ofrecí la maravillosa sustancia rosada. Ensimismado, me agradeció con la cabeza y volvimos a casa lentamente. Nadie había notado nuestra ausencia. Al llegar Fernando tomó el volumen de "Pinocho en la China" y se puso a deletrear cuidadosamente.
Los años pasaron. "China" fue durante largo tiempo como el forro de color brillante en un abrigo oscuro. Solía volver con la imaginación. Pero poco a poco comencé a olvidar, a sentir temor sin razones, temor de fracasar allí en alguna forma. Más tarde, cuando el mundo de Pinocho dejó de interesarme, nuestro profesor de box nos llevaba a un teatro en el interior de la calle: debíamos aprender a golpearnos no sólo con dureza, sino con técnica. Era la edad de los pantalones largos recién estrenados y de los primeros cigarrillos. Pero esta parte de la calle no era "China". Además, "China" estaba casi olvidada. Ahora era mucho más importante consultar en el "Diccionario Enciclopédico" de papá las palabras que en el colegio los grandes murmuraban entre risas.
Más tarde ingresé a la Universidad. Compré gafas de marco oscuro.
En esta época, cuando comprendí que no cuidarse mayormente del largo del cabello era signo de categoría, solía volver a esa calle. Pero ya no era mi calle. Ya no era "China", aunque nada en ella había cambiado. Iba a las tiendas de libros viejos, en busca de volúmenes que prestigiaran mi biblioteca y mi intelecto. No veía caer la tarde sobre los montones de fruta en los kioscos, y las vitrinas, con sus emperifollados maniquíes de cera, bien podían no haber existido. Me interesaban sólo los polvorientos estantes llenos de libros. O la silueta famosa de algún hombre de letras que hurgaba entre ellos, silencioso y privado. "China" había desaparecido. No recuerdo haber mirado, ni una sola vez en toda esta época, el letrero del "Zurcidor Japonés".
Más tarde salí del país por varios años. Un día, a mi vuelta, pregunté a mi hermano, quien era a la sazón estudiante en la Universidad, dónde se podía adquirir un libro que me interesaba muy particularmente, y que no hallaba en parte alguna. Sonriendo, Fernando me respondió:
-En "China"...
Y yo no comprendí.

HÉCTOR COBAS, MIRAMAR

LA SOLEDAD

Fue un despertar tal vez no buscado. Caminaba solitario por la playa y de pronto surgió en mí un anhelo de empezar a participar del mundo errante de mis pensamientos. ¡Qué raro era percibirse en ese estado de autoconciencia! Es como si el mundo interior se trastocara y ese barullo de ideas, recuerdos, imágenes, que hasta esos momentos conformaban una parte constitutiva con la propia conciencia, pasaba en un instante a ser el objeto mismo de la contemplación. Era mi mundo y yo en ese mundo. Ese espacio íntimo abierto se constituía a no dudarlo, en un profundo misterio del cual no sólo me permitía vincularme con el mundo circundante, sino también abismarme en mi propia experiencia y ser un punto de mira, donde lo otro era mi propia existencia vivida, reflejada como en una pantalla que llevaba adherida conmigo y que podía hacerla presente en el momento que me lo propusiera. Ese acto consciente me estimuló para ulteriores incursiones en esos estados de conciencia que llevaban a imaginarme la conciencia, como un infinito océano y que en sus profundas aguas navegaban como veleros, pensamientos, algunos concretados en conceptos abstractos, otros involucrados con imágenes y símbolos de cosas y hechos vividos en otros momentos y que se resolvían como recuerdos evocados en este presente con algo de cinematográfico, integrando a la par mi entorno rodeado de un renovado mar ahora real y no imaginado, que se perdía en el horizonte mientras una fina arena se resbalaba como una tenue caricia entre mis manos. En esos instantes de éxtasis me sentí transportado a un mundo del cual era partícipe y al mismo tiempo fantaseado por un yo duplicado en una ilusión pero que no dejaba de tener mi propio sello personal. Luego todo se escurrió repentinamente en un loco frenesí de ruidos que llegaron de un aparato electrónico que trastornó el ambiente. Era lo desigual de ese otro orden no buscado por mí, y que me despojaba de mi cosmos solitario en el cual estaba sumergido y habitando silenciosamente en lo más profundo de mí ser. Y en un instante llegué a comprender que en la soledad las experiencias psíquicas se funden en una totalidad armoniosa y placentera, pero pasan a ser partículas de cenizas que se incineran con el contacto de otros mundos situados en diferentes centros de conciencia disímiles del mío. Seguí caminando pero el punto de vista fue otro.

Carlos Acuña de Venezuela

Instrumento musical de cuerdas percutidas mediante pequeños martillos accionados por unas…


Sigue en la máquina, sigue tecleando sin parar. El eco en la habitación reforma a la espiral, su fondo destruye poco a poco las voces de las niñas en el sótano. Al despertar, los dedos seguían allí. La melodía era una causa amarga y, además, era la presencia que las sombras refieren dentro-fuera de la pequeña distancia numerada por las teclas negras. Yo, no soy el de la máquina, él, sigue dormido. Yo, una tecla blanca.




Alexia


¿Cómo te llamas? Realmente no creo que eso tenga que ver con el asunto que nos mantiene en esta situación. De verdad, ¿cómo te llamas? Al parecer a usted le gusta burlarse de mí, creo que debemos volver a nuestra primera conversación. Lo siento, no recordé que no sabes leer.



Zoc


Era parte de toda la experiencia que nadie podía atribuir, era una batalla sin ritmo aparente. Desde su nicho lo pude ubicar. Esa noche los puntos eran el contraste que los signos prefiguran con los paréntesis que P lleva consigo. No había una condición sencilla. Tras la muerte del astro, cada pedazo de su ser iba en la misma voz que grita desde el interior de la cueva. Nadie me recordó que había que llevar linterna.



Los dos más El conjunto


El tiempo (según los entendidos) es el alzamiento que necesitan los años para aplastarnos paso a paso. Desde acá, dando vueltas, nada es seguro. La pasión nos mantiene igual que a nuestros malditos nombres. Lo peor y tal vez de alguna forma sea la verdad, es que nada es cierto, todo es una invención que no me conmueve un poco. Soy el que da pie al minutero. Los dos, más El conjunto, hacemos que todo haga, tic tac.



Marcus


Desde abrir la cáscara hasta celebrar, era el acto de mayor placer; siempre era él, su mando es una realidad que no se podía poner a prueba. Desde el minuto que todo se rompe, hasta la hermosa circunstancia de encontrar el tesoro y luego llevarlo a la boca, sin duda, era la mejor parte. Siempre me obliga hacerlo. Era su hermosa rutina de las tardes. La burla y la carcajada. Este es otro día, nada a cambiado, mi hermano me ordena comer el maní más pequeño de todos.



Viernes


Iba entre la unión que la misma vida tiene de sinónimo. Iba con las extremidades enredadas. Sin contemplación, desde el inicio, ya estaba muerto. La viscosa sustancia era mi urna. La gota baja lentamente. Se que es posible y ustedes pueden leer, ESTOY ENTRE LA SALIVA DE MI DUEÑO.


Condensación


Lo sabía, desde que ellas me hicieron caer, las imágenes mueren. El viaje era una coalición que el tiempo presume como suyo. Al parecer no tengo dueño y esto, es la culminación del punto. No soy la misma que salio del choque; una a una, fuimos soltadas. Al parecer nadie tiene la culpa. Es parte de nuestro destino. Y si es así, ¿por qué justo ahora, antes de estrellarme contra la superficie de tu ojo, no quiero ser una gota de lluvia?



El punto que liquida la hoja


El vidrio se abre en una pequeña escaramuza que da parte a los ojos que leen; las entrelíneas me obligan a ceder y al bajar por cada tono, la voz de fondo hace el eco que me mantiene en un estado de hibernación momentáneo. Luego de despertar, sigo con la misma hambre del inicio. Que mal que nunca pueda encontrar el final que las siglas marcan, mi único trabajo será, sacar punta y estropear más árboles.



Ella, Nosotros y la lectura


Ella, era la soledad de nombre, se espera que lea todo y Nosotros, los de acá, los que lamentablemente no podemos leer, vamos a estancar nuestros cuerpos en alguna silla cercana. Ella, era la de los libros, se espera que inicie dentro de un rato, los de acá, los que ahora están en las sillas, la vemos escoger uno de sus tantos ejemplares. Ella, juega a dormir, su sueño es con Nosotros, los mismos que acá soñamos con ella.

El libro cerca de su cuerpo se parte, las letras caen y empieza la caminata, una fila de hormigas negras le cruzan el pecho y, lentamente, Nosotros, lo que no podemos leer, vemos como la estrangulan. Las letras hechas insectos, le pasan el cuello y su cara la mastican cómo los hongos de su colmena. Nosotros, despertamos. Ella, reducida a una niña de unos tantos años, no puede leer más que su nombre en la habitación que le han designado, desde hace varios días, en el Hospital Central Psiquiátrico, en el cual, Nosotros, en nuestras sillas, seguimos a la espera de la lectura.



Planta


Al romper el concreto, un momento antes, todo era un pequeño cotiledón que los críticos y sus innumerables caminatas, hacen sobre el set de grabación. El director dice corte y todos aplauden; la actriz principal muere y la sangre llega al orificio fracturado por las raíces; la seriedad del acto bifurca los rayos del sol y presionan a Martín por la comida. Una voz en off sugiere una segunda toma, todos corren a sus posiciones y sin que nadie escuche, la primera figura hace sombra sobre el cemento. Días después, el primer pecíolo se estira sin contemplación tras el silencio mandado por la producción. César viene corriendo y todos, absortos con sus indicaciones, pierden a la denominación dada a todo vegetal.



Suma


Una parte de la expectación era encarnada por la voz del carbón, su tenue extrañeza era una sutil protuberancia nacida para arrancar del silencio, el eco que esconde su centro. Nunca encontré la manera que los números de alguna forma, corrieran desde mi lado crítico hasta la pulpa que se acumula entre mi ácido. En circunstancias alternas, los días sueltan esa entrañable nobleza con que mis manos, desde niño, suman peras y manzanas.



Último Acto


El Tendón se acomoda a su nueva misión, el ajuste ocurre cerca del final del Último Acto. Antes, en el preciso instante en que la mano quiso pensar, los pasos vienen a darle una segunda oportunidad. Una excusa de cierto tipo, recurre a silenciar una pequeña visita de los soplos; el paréntesis que las venas llenan de repente, suprime al órgano motor, el pecho se ensancha y la camisa de estampados vinotinto, sugiere una nueva capacidad de horas. El porcentaje de segmentos y pausas, perfecciona de una vez y para siempre, la clausura que las tablas enganchan sobre los pies de los usuarios y sus asientos. El abecedario incurre en las vía de escape, la puertas están abiertas. Cuando los aplausos inician, el Tendón se sobreexpone a una lluvia de mensajes mandados por el cerebro y de una, aprieta el encendedor de las luces del teatro.



Influjo sintético


Ella me persigue por toda la estancia. Jugamos al gato y al ratón. En un momento me entrego, caigo rendido a sus pies. A-T sigue su plan, yo era un recurso, esa es la parte buena del asunto, sin embargo, las situaciones más exigentes vienen dadas desde la misma iniciación del fin. Nunca he podido escapar, dando golpes por varios flancos, ella me coge entre sus manos, me lleva justo a su boca. Que mal es ser una esfera sintética.



Punks


Me visita el Gamin de apartamento, los tiíllos siguen en sus bolsillos, con él, El Payaso de Hospital, detrás, Wacho y Demen, paralelo a ellos viene DAES, todos, antes del alba. Las metáforas sortean las botellas y cada cigarrillo ríe lentamente sentado en los labios de los nombres ya dichos. Luego de los puntos, nada sigue con la paciencia de siempre, ellos, acumulados dentro, explotan con la canción Hardcore de la radio. Al terminar la repetición de guiones, todos, vuelven a las sus respectivas fotografías.



El juguete


El auto se desplaza de mano en mano seduciendo la superficie hasta chocar con sus partes de un lado y del otro. La peculiar numeración de veces, es la característica única que los kilómetros no afrontan en su mal llamada nevus. El aire se corta con la curvatura del carro; el piso piensa en neutralizar la fricción, afligido y sin nadie a quién acudir, llora por la presión de ser el estruendo que las fisuras encuentran en las raíces de la planta de eucalipto, al fondo y a la izquierda de las cepas que el conjunto compone, dando de comer a las lombrices, ellas, insatisfechas, buscan una buena formula para que las pizcas de tierra no interrumpan el bienestar de los microorganismo, ellos están embelesados con el ir y venir del juguete en las manos de los infantes.



Luisa, La Mujer y La Vecina


Cuando el rumor del último momento llegó a la hora en que cada hongo era bien masticado, la pasión derrumba a las sales que la paz interrumpe dentro y fuera de la olla de presión que la mano de Luisa iba lavando. El agua juega a ser parte del mismo fin, deduciendo que la pesadilla del jabón no era una ruptura inaudita que la llama tenía que escuchar. La Mujer que no era La Vecina, encontró un formula correcta para incorporarse a las partes que la mano lava. Su unión, hace de peso a los ojos de los leyentes y estos a su vez, hacen de fardo a sus mismas manos. Todo ese montón de lastre, es una cualidad inesperada a la hora en que Luisa sirve la cena.

Mientras que la última parte llega al inicio, la primera, come lentamente y la luna acaricia el mango de la olla de presión. La Vecina llama, su voz era como las luciérnagas en la noche muda, su eco dentro de la cocina, parecía aumentar según su tono iba tomando el ritmo que la luz esconde y que yo, desde el teclado, no puedo describir.



Dos Hojas


Una quiere ser la otra y, las dos, ninguna. Una necesita a la otra y, las dos, necesitan ser. Una requiere una inspección y, la otra, necesita el reconocimiento del inicio. La segunda sueña con que la primera es fuego y todos le temen, sin embargo, en el sueño de la segunda, el fuego odia ser fuego y quiere ser aire, acariciar las orillas de las montañas, danzar con los rayos y ser, la mágica iniciación del peligro que corre un globo en medio de la tarde. En el sueño del fuego, el aire no quiere ser el mismo, pretende ser hierba fresca, palpable, con olor, con color, con esa majestuosidad que las cosas pequeñas requieren para ser los detalles inolvidables, que las cosas grandes necesitan en momentos de suma estupidez. Así mismo, la primera hoja, presume que la segunda idealiza y alcanza su centro, lo divide en partículas y lo lanza, al mismo tiempo, fantasea para que de alguna forma, las dos, puedan morir sin que las ramas las obliguen a suicidarse.




Atril y Tornasol



Seguimos entre el mueble, cada vez que nos tocan, nos pasa igual que los signos. Entre un momento y otro, la reacción que la majestuosidad del reflejo quiere, el presunto homicida hace de voz para que todos, incluyéndote, sigan con la apariencia que las líneas quieren llegar a desconocer. En la justificada dispepsia que el gaseoso vomito requiere, todos, incluyéndote, vamos a contar hasta que el universo sea curvo y su circunferencia, se pueda medir con la misma rapidez, que las manos pasan de un lado a otro, en el Atril que la biblioteca sostiene con su Tornasol.




Abuela y su brazo


Encerré el dolor que la sangre derrama. Cerca de la mitad, pude verle y su única prenda era una vuelta cimentada en el encierro que la canción repite en la radio. Seguí en la máquina tratando de enfocar una superpie cerca del final. Al levantar el cristal, el tosco andamiaje óseo, pudo comprometer al hidrogeno y su continuación, no solía respirar muy bien. Al quebrar, el dolor me gritó al oído y justo antes que el alba limpie la punta de la casa, el brazo de mi Abuela se desprende y cae en una llama que va a seguir el camino que las hormigas han marcado. En la máquina, ensimismado con el sonido intenso, que el público de ojos me da, nunca pude ayudar a mi Abuela, el pobre vaso de agua, cayó sin contemplación, sobre la cerámica, muy cerca de sus pies.



Un párrafo


Viví en el tiempo que él mismo desecha. Fui parte de todo lo demás y ustedes los que reaniman a las letras a formar todas las oraciones que tejen estas líneas, son la mentira que yo me he inventado. Así, sin la preocupación de estar cerca del final, la magia revierte cada instante en el mayor momento del día y me liquida.



Rollos de hojas


Regresar era la clave para resucitar. Las sábanas eran las llaves perfectas y nosotros, la hemos conseguido. Al finalizar el último orgasmo la sangre se cuelga y suponemos, que realmente es verdad. No nos hemos detenido y cinco veces marcan el final que los labios requieren. Todo se atora al salir, la irritación se parece a una enfermedad terminal y nosotros, insistimos en que la realidad nos pertenece. Unos segundos luego de abrir los ojos, nosotros, seguimos en el cenicero.



P-1


Era utilizado como un objeto cualquiera. Iba de un lado y de otro, siempre cambiando de estancia. Todas sus partes eran el menos precio que los puntos imprimen en las hojas todos los días. Como objeto, era maltratado y su precaria condición sustituía a la basura. Sus partes eran de las mejores, en esta época ya no tanto. Él sabía de ciencias y de humanidades, podía repetir conceptos exactamente descritos en manuales de las áreas antes mencionadas. Antes de llegar a ser tal cual es, era rígido-imponente, era de gran ayuda para que muchos pudieran vivir. Su base era singular y su extensión majestuosa. Nadie lo utiliza y pasa las horas en el rincón. Nunca lo conocí, estoy en otra facultad y, justo ahora, me doy cuenta, que los pupitres no podemos llorar.



Ellos y Las Casualidades


A esta hora, Las Casualidades entran en la casa. Los errores agrupados en el rincón paralelo a la habitación contigua, tiemblan de miedo. Ellos, casualmente, se han enterado que Las Casualidades vienen a matarlos



Cada una de las partes que nacen…


Truena como los dedos que lo tocan, truena como al final. Era parte de una nueva numeración. Solía verla y de verdad creí que era feliz. Desde mi lugar, antes de partir, la pude observar por última vez, ella, sin duda, no es la misma rama que ayer.