Juan Carlos Motta Galé

Mi Alma


Cierto día, desperté desesperado; no sabía si había soñado o si lo vivía realmente.
Era un momento de total incertidumbre.
Lo real, era que había perdido mi Alma…
Me miré al espejo y observé mis acusadoras ojeras, mi pelo revuelto por la desesperación y una sensación de vacío hacía que mi estómago languideciese y no deseara llenarse con ningún alimento. Solo me reclamaba encontrase mi Alma.
Me lo pedían mis temblorosas manos.
Me lo demandaba mi corazón latiendo agitadamente y galopando en su búsqueda.
Comencé entonces hurgando en mi conciencia: No la encontré.
Traté de hallarla entre mis objetos más queridos; mis libros, mis fotos, mis escritos, sin resultado.
Viajé imaginariamente a los lugares que la suerte me deparó conocer, para ver si en alguno de ellos había quedado recalada.
En la bellas playas de Brasil. Tras las nieves chilenas. Perdida,
quizá embelesada por las guarañas paraguayas con sus noches calurosas y estrelladas.
¿En un café de París?¿Vagando por las callejuelas de Roma?
Extasiada tal vez por las coplas andaluzas…
¿No habría quedado tras la cuna de mi nieta, acunando su belleza en la Ciudad de México, luego de mi dolida partida de regreso a esta tierra .?
Fue inútil, mi Alma no se hallaba en ninguno de esos lugares.
Entonces…se iluminó mi Mente y recurrí a mis más recónditos recuerdos.
Y allí estaba, esperando que la fuera a rescatar:
En brazos de mi pasado, jugando con mi niñez.

FEDERICO LAURENZANA

Tribales

Entre figuras y personas caben líneas, rectas o curvas para representar o ser. Se pueden reemplazar la mayoría de las veces porque llegan a ser lo mismo; ser una figura de una persona mediante líneas rectas y curvas, o una persona con las suyas.
No cabrá mencionarte mi perdón cuando pude impedir una batalla entre tribus indias. Vos lo hubieras deseado aunque ya pronto te preguntes el por qué, el motivo de tan bélico desenlace. Y supondrás que pudo haber sido evitado.
Indios guerreros eran aconsejados por un brujo para asediar durante la noche sobre la meseta a los enemigos. Indios guerreros descansaban sobre los prados hasta oír los pasos de tantos hombres sobre ellos asediando durante la última noche que iban a ver.
Cuando todo era polvo, seca tierra sangre aire, nada se diferenciaba.
Entre figuras y personas cabían líneas, rectas o curvas para poder representar ambos bandos. Reemplazaba sus contornos empleando el pincel, haciendo tribales sobre un cuero añejo y próspero. Hacía un retrato de lo que no debía estar sucediendo, ocurriendo sobre el mísero lienzo.
Rectas que se entrechocaban de menor o mayor espesor contra los límites del cuero eran los problemas. Estas líneas debían morir, terminar sin poder escapar de su fatal desenlace, debían hacerse curvas (las menos de las veces). Curvas anudadas junto a la superioridad de los gritos de cuanta victoria se alcanzara, se desanudase prohibiendo la continuación de penurias. Llantos de segmentos, de trazos estirados para no ceder desfallecían cuando el polvo, seca tierra sangre aire, desaparecía.
Donde todo podía ser visto y diferenciado, se veían ambas tribus agonizando junto a los últimos golpes dados para sobrevivir.
Esperanzados no estaban. Ya los pocos que quedaban caían exhaustos mientras me acercaba. Advertía que de lejos mejor los percibía, o al menos de otra forma, por más que esta vez necesitara acercarme. No me sentía ni observado ni esperado, como si no residiera en ese mundo de matanzas, de tanta tinta envenenada. Sentía que hacía mal en aproximarme y oler furia, oler flechas, oler papel.
Nadie ni nada se había alterado mientras volvía a mi tronco, mi silla. La representación era tan exacta que cualquiera podría confundir la realidad con el dibujo, las tribus con los tribales. Hasta yo mismo.
Quieto, quedé admirado entre figuras, entre personas.
Reemplazaba las más de las veces con líneas rectas o curvas a la realidad o a los dibujos, al campo batallado o al cuero que como papel filoso perdurará estableciendo la inmortalidad de cada grito de muerte, de arte plástica.
No cabrá mencionarte mi perdón, es que no sé el motivo.

Nedda González Núñez

Siesta.


Me mimetizo y entrevero con las hojas de revés áspero. El entramado que las sostiene sombrea un contrapiso absurdo, rodeado por la nada. Mi piel se transmuta en savia y palo. No temo a la araña gigantesca que intenta acercarse a mí, tozuda y rápida.
Mis ojos se vuelven amarillos al ver que, del otro lado de la enramada, hay un domador de frac y bigotes retorcidos que hace restallar su látigo. Puedo sentir que de un zarpazo y un mordisco, lo dejaría reducido a un amasijo de carne lacerada y huesos rotos.
Entonces ondulo como la mismísima serpiente del paraíso. Taimada y cruel, atraigo a mis enemigos, y los acerco para dejar que se aniquilen mutuamente.
Después, ya vencidos mis demonios y temores, me lanzo al vacío. La manta extendida bajo el sol y tus brazos, me reciben ilesa.

Fabricio Simeón / Rosario, Santa Fé

Nudo desatavírgenes

Ella quiere otro animal. Uno que le haga menos daño, no como el perro salchicha que se balanceaba sobre su cabeza infinita y la arrojaba después contra cualquier vértice de cualquier pared. Tal vez ni tan doméstico ni tan salvaje, no como el hámster que comía sus crías sobre la madera del ropero nuevo interfiriendo todo pacto onírico.
Un animal es como un hombre desbaratado en la superficie de un no lugar, lo más inapropiado de la especie. La misma imagen acaecida, no saberse animal, no saberse hombre. Un animal es como un hombre que no se sabe.
Algo que difiera del estereotipo en toda supervivencia, lo más apto para su insociable transición. Quiere uno que sea la panacea del eslabón perdido, la efectual lumbre entre el australopithecus y el homo sapiens sapiens. No un conejo sumiso, no un camello sangrando agua por la giba desnuda del desierto corporal. No un gato disperso, no un canario que la despierte en su jaula miedosa.
Todo lo que había conocido era parte de un ecosistema postergado. La lesión medular, su instituto de mutabilidad, el ovillo del inframundo, sus decisiones perdurables en los manuscritos.
Y más que un deseo, parece ser el único movimiento laudable sobre el selvático tablero de humanidades desprovistas de extremos. Como torres sin dirección oblicua llegando al límite, al mismo borde de buda. Desatando la contractura en la nuca, el endurecimiento capital de los codos, una cadena de oración enmudecida. Desea porque carece, quiere porque supone tener. Desea querer o quiere desear. Sólo un animal se desea, se quiere.
Pero no quiere una serpiente desfigurada que optimice el pecado original, no quiere un oso que pueda ser representado como peluche para ubicar sobre la almohada cuando la cama esté hecha. No quiere un mono imitador de desalojos, cansado de producir esquemas incontenibles, harto de ser mono y no animal. No quiere una jirafa de baja estatura que pase por la puerta trasera de la casa sin patio o un elefante blanco trampeado en la esquina donde la intermitencia del semáforo es una constante proclive al último accidente, el que nunca se produjo.
La sumisión del instinto la había provocado hasta entramar la economía de sus dedos, el tacto del vientre, su roce almidonado. Era como querer lo que invade, lo que penetra detrás de las estanterías cuando del otro lado del vidrio sólo las uñas marcan la noción del pulso, lo que no se vuelve a ver.
Ella quiere otro animal. Uno que celebre los aniversarios del pecho como se celebra la muerte de un prócer, que pierda las alianzas del anular como se pierden las voces en la manada, que invierta el mismo tiempo en ella que han invertido las capas para suscitar un plegamiento de cápsulas. Uno que no se escape ni se quede, que no se pinte ni se destiña, que no sude ni se reseque. Uno que salga de la convención del ejemplar y entre al cuello por la nuez.
El leopardo lila irrumpe ahora el pacto de la vigilia. Nada en la textura de sus ojos despacio, acurrucado en las motas de lo invisible. Muerde la guarnición inconsistente de toda sobra, desprecia el silencio. Lame cada úlcera por la hendidura de otro pezón, vuelve a comer, pero ella quiere otro animal.

********************************************

Dispersión

"... nunca has visto un robot caminar para atrás, yo tenía otro concepto de vos..."
Luchi Camorra

-me das tu password?
-tengo el núcleo del techo fuera de la contraseña por sí las maquinas del ruido trazan la línea divisoria entre tu oligofrenia y mi taco aguja.
-Sólo quería incursionar tu lado entrañable, el más acongojado, el cursi.
-No entendiste qué eslabón se ha perdido desde el coincidente momento que pasaste junto al inodoro, vomitando el cuarto creciente, hasta este descenso de traqueas.
-Hace frío afuera y no estaría nada mal dormir con alguien.
-Se piensa en él como un electrón acomplejado bajo la estirpe anoréxica del nesquik caliente.
-Que estás leyendo?
-física cuántica, una nueva versión del mundo femenino o mecánica ondulatoria del pecho materno como materia, su dualidad onda-partícula. En definitiva tu percepción puede no ser la mía.
-Y por qué estás trabajando en una barra sirviendo tragos que seguramente no preparas con la misma intensidad con la que mueves las tetas?
-pues porque resulta ilógico resolver la ecuación desde la radiación térmica clásica que emana cualquier objeto en equilibrio, en realidad si se suman las frecuencias que los mismos emiten, todo da infinito, hasta el borde del vaso infectado, mamado en situación electromagnética, lo que está sitiado en el cuerpo del sorbete, lo que pasa de la mirada a la boca.
-Estás resfriada? pareciera que tus fosas nasales se precipitan ante la comunión que indica una respuesta, o será que mis preguntas son inapropiadas.
-Nada de lo que la ley de gravitación universal prescinda estaría fuera de mi, si la nariz y su respuesta fuesen menos unívocas y deterministas, la luz siempre entra, quieras o no siempre entra, un momentum por favor, me llama la encargada.
-Si no te hubieses acariciado tanto el pelo tal vez querría que algo se quede en mi, pero es sólo tu segundo nombre lo que me moviliza, ni siquiera el primero, es exactamente el segundo y lamento haberlo averiguado, me recuerda a una ex y este espejo siempre aparece en mi cuando la noche trasciende y algún nombre de mujer me consume como esta química oscura que está del otro lado de la madera gruesa.
-No te entiendo pero igual debo irme.
-No importa tanto si en definitiva apenas soy un cuerpo negro que absorber toda la energía que hay en mi como un objeto ideal que se superpone al mundo obtuso de las manos en estas palancas desbordantes que apenas palpan lo inevitable como resquicio o ponderación del vacío.
-Está bueno lo que dices! Aquí te dejo mi número.
-Es que no quisiera confundirte, a mi me gusta tu hermano y no tenía dinero para comprar un trago.

Fernando Gonzalez Carey / Gral Roca, Río Negro / ARGENTINA

HISTORIAS REALES DE ROCA

Estos textos no son ficcionales. Son historias mínimas de nuestra ciudad, que tienen ese sabor de la cotidianeidad y no hacen más que reflejar por qué carriles transita la vida, un día cualquiera. Y entonces sonreímos de nuestras limitaciones, del mundo chico en que vivimos.


La anciana distraída


La viejita ingresó sin mayores preámbulos en la óptica, con su bastón y enorme bolsón colgando de sus hombros. Buenos días, saludó, y quedó esperando que la atendieran. Alejandro salió de su cabina y se sorprendió de la jovialidad de la anciana, de sus ojos alegres, así que inmediatamente entró en sintonía con la nueva clienta.
Después de hablar del aire y del Sol, el óptico le preguntó qué la traía por el negocio. Ah, usted busca anteojos de uso permanente para ver de lejos, trajo la receta, muy bien, bueno aquí el médico le propone utilizar anteojos con un aumento importante, vaya mirando el mostrador para ver si encuentra algún armazón en particular, no, señor, no, yo quiero esos anteojos que no se salen y que se ponen dentro del ojo, ah, los lentes que llamamos de contacto, ésos, ésos.
Alejandro sonrió para sus adentros y espió a la anciana. Se la veía muy concentrada, independiente y le llamó la atención que viniera sola. ¿Viene sola, es que no la quieren acompañar? No, sí quieren pero yo no, porque después debo comprar lo que ellos deciden…
La hizo pasar a la sala de pruebas y la invitó a sentarse en el amplio sofá que allí tiene para los clientes. Bueno, cómo es su nombre, Elena, ah, Elena, le voy a explicar, esto tarda un par de días , yo los encargo y cuando llegan le aviso. Mientras tanto vamos controlando los papeles y fijando el precio. No hubo dificultades, Elena lo saludó cordialmente y se fue.
A la semana siguiente allí estaba la abuela, firme con su bastón y sus ojos alegres. Pasó a la sala, se sentó, probó sus nuevos lentes y escuchó atentamente las recomendaciones de Alejandro, quien con infinita paciencia le fue explicando cómo debía utilizarlos, el cuidado que debía tener y le dio precisas indicaciones para el mantenimiento. A todo prestaba atención la anciana.
Alejandro le recomendó especial cuidado por la limpieza diaria y le entregó una cajita de pastillas limpiadoras para eliminar los residuos de las proteínas que solían quedar adheridas en la lente. Debía disolverlas en solución fisiológica y dejarlas actuar toda la noche. Una pastilla es suficiente por vez, abuela, son potentes limpiadoras del material que le entrego. Nada más, y verá cómo mejora notablemente la visión con este procedimiento.
No se haga problemas, le contestó Elena, es muy fácil, cualquier cosa paso por aquí y le pregunto. Dijo esto, tomó su bastón y se encaminó hacia la puerta, contenta y orgullosa, sabedora de que ya no debía ostentar los horribles marcos con los gruesos vidrios que tantos años le cargaban. No desestimó una ojeada veloz al espejo de la óptica y sonrió agradecida.
Cuando ya casi tocaba la vereda, y sosteniendo la puerta, le dijo a Alejandro con la mejor de las inocencias, ah, señor, a las pastillas, ¿cada cuántas horas tengo que tomarlas?


fgcarey@speedy.com.ar
Este testimonio fue escuchado en una óptica local.

******************


El barquero


Me sorprendí cuando me dijo que no. Después, observando el Oeste, donde se calcaban las montañas en el lago, insistí.
- Tenga en cuenta que vengo de lejos y que la noche se arrima...
No dejaba de mirarme, pero por más que indagué sus intenciones en la mínimas marcas de su rostro, sólo encontré la misma negativa, pertinaz. Sin embargo, una fina línea floreció en la comisura de sus labios cuando metí la mano en mi bolsillo y le mostré el vintén oriental. Lo tomó con ceremonia infinita y entonces me ayudó a subir a la barca.
Mientras los remos marcaban el paso de ñires y cohiues que se acomodaban en la orilla, volví a sentir muy cerca de mí, adentro, a los costados y con el alma apretada al mismo pasajero solitario y temeroso que llevaba yo adentro. El barquero persistía en observarme.
- ¿De dónde viene? – me preguntó de repente.
- Pues caminaba por el bosque y me di cuenta bastante tarde de que no tenía tiempo de orillar el lago para regresar a casa.
- Parece asustado.
- Hay algo de eso –respondí sin resistencia.
El barquero tenía un rostro de nadie, pero invitaba a conversar. Hablaba con voz profunda.
- Hay en la vida sensaciones raras, que en el bosque se magnifican- deslicé cuando la proa buscaba la orilla opuesta.
- Es que las sombras de la vida surgen recién al atardecer. Fíjese en el pinar espeso que llega hasta la playa, cómo se abalanza sobre el espejo de agua y lo cubre. De día, es una fortaleza verde, que sostiene el cielo. Vamos construyendo temores en el camino de la vida y cuando éste se angosta, aquéllos recorren el mínimo espacio en loca carrera, mordiendo y acorralando.
Y entonces, mientras el barquero trabajaba su remo, de mi bolsillo fueron saliendo muy despacio las penas y las mentiras, las traiciones y desencantos, las soledades y miserias. Los iba liberando y arrojando al lago, en pequeños envoltorios que prontamente desaparecían. La conversación avanzaba sin miramientos. Hasta que aparecieron los recuerdos El barquero extrajo de la nada una bolsa grande de arpillera y la abrió en silencio, incrustando sus negros ojos en los míos. Resultó inútil resistirse. Allí debían ir las cosas nunca más vistas y queridas del pasado.
- Si Ud. quiere vivir, arrójelas y nunca más pida por ellas- y cerrando la bolsa con la nostalgia que pesaba como jamás imaginé, la tiré al lago. La estela de un pez muy grande se abrió surco desde la quilla de la barca y se alejó tumultuosamente.
Un silencio incómodo se apoderó de mí, pero cuando arribamos sentí el vacío que las penas habían dejado. Me alejé sin volver el rostro, convencido de que nada valió más que ese día.


**********************


Adulador



Una de las tácticas más comunes para obtener lo deseado es adular a quien detenta el poder de satisfacernos. Es una práctica universal que casi siempre tiene buen resultado. También es cierto que hay personas atentas a esta humana inclinación y pueden escapar de los resultados del halago interesado.
Esa mañana Mickey salió decididamente a comprar una camisa que ya había visto en una vidriera céntrica. Siempre que pasaba le echaba una ojeada, y repetidamente se decía ya voy a venir a comprarla…. Hasta que se decidió. Antes de ingresar al negocio, volvió a mirarla y admirarla. Se la imaginó con distintas combinaciones y aprobó su decisión. Una vez adentro, se acercó presurosamente el empleado, lo saludó y no le dio chances a Mickey de rumbear por otros rincones de las ofertas de la casa. No te dejan respirar, se dijo enfadado.
Qué anda buscando, por favor quiero ver esa camisa que está allí, sí, cómo no, ya se la alcanzo, qué día hoy, no, este calor no se va más, aquí tiene, sírvase pasar por el probador. Mickey se la puso, se miró diez veces en el espejo, pero no lo convencía, así que cometió el error de consultar la opinión del vendedor… pero si le queda perfecta la camisa, está hecha para usted, yo días pasados compré una también, pero mire que la veo que me tira un poco de aquí, no, no es eso, le falta un lavado y ya verá usted cómo todo se arregla y se acomoda, llévela con total confianza, quedará como un duque…
A Mickey no lo convencían así nomás, así que pidió ver otras camisas, revolvió la tienda y finalmente encontró lo que deseaba, se la probó frente al espejo y sonrió. Esta es, se dijo, y luego al empleado, ésta me gusta más, creo que me cae mejor, la siento más cómoda. La llevo. Y cuando el vendedor estaba envolviendo la prenda, muy satisfecho por la operación concretada con el cliente, le comentó en voz baja a Mickey como quien no quiere la cosa, hizo una buena compra, porque a decir verdad la otra le quedaba como la mona…

Fernando Gonzalez Carey / Gral Roca, Río Negro / ARGENTINA

HISTORIAS REALES DE ROCA

Estos textos no son ficcionales. Son historias mínimas de nuestra ciudad, que tienen ese sabor de la cotidianeidad y no hacen más que reflejar por qué carriles transita la vida, un día cualquiera. Y entonces sonreímos de nuestras limitaciones, del mundo chico en que vivimos.


La anciana distraída


La viejita ingresó sin mayores preámbulos en la óptica, con su bastón y enorme bolsón colgando de sus hombros. Buenos días, saludó, y quedó esperando que la atendieran. Alejandro salió de su cabina y se sorprendió de la jovialidad de la anciana, de sus ojos alegres, así que inmediatamente entró en sintonía con la nueva clienta.
Después de hablar del aire y del Sol, el óptico le preguntó qué la traía por el negocio. Ah, usted busca anteojos de uso permanente para ver de lejos, trajo la receta, muy bien, bueno aquí el médico le propone utilizar anteojos con un aumento importante, vaya mirando el mostrador para ver si encuentra algún armazón en particular, no, señor, no, yo quiero esos anteojos que no se salen y que se ponen dentro del ojo, ah, los lentes que llamamos de contacto, ésos, ésos.
Alejandro sonrió para sus adentros y espió a la anciana. Se la veía muy concentrada, independiente y le llamó la atención que viniera sola. ¿Viene sola, es que no la quieren acompañar? No, sí quieren pero yo no, porque después debo comprar lo que ellos deciden…
La hizo pasar a la sala de pruebas y la invitó a sentarse en el amplio sofá que allí tiene para los clientes. Bueno, cómo es su nombre, Elena, ah, Elena, le voy a explicar, esto tarda un par de días , yo los encargo y cuando llegan le aviso. Mientras tanto vamos controlando los papeles y fijando el precio. No hubo dificultades, Elena lo saludó cordialmente y se fue.
A la semana siguiente allí estaba la abuela, firme con su bastón y sus ojos alegres. Pasó a la sala, se sentó, probó sus nuevos lentes y escuchó atentamente las recomendaciones de Alejandro, quien con infinita paciencia le fue explicando cómo debía utilizarlos, el cuidado que debía tener y le dio precisas indicaciones para el mantenimiento. A todo prestaba atención la anciana.
Alejandro le recomendó especial cuidado por la limpieza diaria y le entregó una cajita de pastillas limpiadoras para eliminar los residuos de las proteínas que solían quedar adheridas en la lente. Debía disolverlas en solución fisiológica y dejarlas actuar toda la noche. Una pastilla es suficiente por vez, abuela, son potentes limpiadoras del material que le entrego. Nada más, y verá cómo mejora notablemente la visión con este procedimiento.
No se haga problemas, le contestó Elena, es muy fácil, cualquier cosa paso por aquí y le pregunto. Dijo esto, tomó su bastón y se encaminó hacia la puerta, contenta y orgullosa, sabedora de que ya no debía ostentar los horribles marcos con los gruesos vidrios que tantos años le cargaban. No desestimó una ojeada veloz al espejo de la óptica y sonrió agradecida.
Cuando ya casi tocaba la vereda, y sosteniendo la puerta, le dijo a Alejandro con la mejor de las inocencias, ah, señor, a las pastillas, ¿cada cuántas horas tengo que tomarlas?


fgcarey@speedy.com.ar
Este testimonio fue escuchado en una óptica local.

******************


El barquero


Me sorprendí cuando me dijo que no. Después, observando el Oeste, donde se calcaban las montañas en el lago, insistí.
- Tenga en cuenta que vengo de lejos y que la noche se arrima...
No dejaba de mirarme, pero por más que indagué sus intenciones en la mínimas marcas de su rostro, sólo encontré la misma negativa, pertinaz. Sin embargo, una fina línea floreció en la comisura de sus labios cuando metí la mano en mi bolsillo y le mostré el vintén oriental. Lo tomó con ceremonia infinita y entonces me ayudó a subir a la barca.
Mientras los remos marcaban el paso de ñires y cohiues que se acomodaban en la orilla, volví a sentir muy cerca de mí, adentro, a los costados y con el alma apretada al mismo pasajero solitario y temeroso que llevaba yo adentro. El barquero persistía en observarme.
- ¿De dónde viene? – me preguntó de repente.
- Pues caminaba por el bosque y me di cuenta bastante tarde de que no tenía tiempo de orillar el lago para regresar a casa.
- Parece asustado.
- Hay algo de eso –respondí sin resistencia.
El barquero tenía un rostro de nadie, pero invitaba a conversar. Hablaba con voz profunda.
- Hay en la vida sensaciones raras, que en el bosque se magnifican- deslicé cuando la proa buscaba la orilla opuesta.
- Es que las sombras de la vida surgen recién al atardecer. Fíjese en el pinar espeso que llega hasta la playa, cómo se abalanza sobre el espejo de agua y lo cubre. De día, es una fortaleza verde, que sostiene el cielo. Vamos construyendo temores en el camino de la vida y cuando éste se angosta, aquéllos recorren el mínimo espacio en loca carrera, mordiendo y acorralando.
Y entonces, mientras el barquero trabajaba su remo, de mi bolsillo fueron saliendo muy despacio las penas y las mentiras, las traiciones y desencantos, las soledades y miserias. Los iba liberando y arrojando al lago, en pequeños envoltorios que prontamente desaparecían. La conversación avanzaba sin miramientos. Hasta que aparecieron los recuerdos El barquero extrajo de la nada una bolsa grande de arpillera y la abrió en silencio, incrustando sus negros ojos en los míos. Resultó inútil resistirse. Allí debían ir las cosas nunca más vistas y queridas del pasado.
- Si Ud. quiere vivir, arrójelas y nunca más pida por ellas- y cerrando la bolsa con la nostalgia que pesaba como jamás imaginé, la tiré al lago. La estela de un pez muy grande se abrió surco desde la quilla de la barca y se alejó tumultuosamente.
Un silencio incómodo se apoderó de mí, pero cuando arribamos sentí el vacío que las penas habían dejado. Me alejé sin volver el rostro, convencido de que nada valió más que ese día.


**********************


Adulador



Una de las tácticas más comunes para obtener lo deseado es adular a quien detenta el poder de satisfacernos. Es una práctica universal que casi siempre tiene buen resultado. También es cierto que hay personas atentas a esta humana inclinación y pueden escapar de los resultados del halago interesado.
Esa mañana Mickey salió decididamente a comprar una camisa que ya había visto en una vidriera céntrica. Siempre que pasaba le echaba una ojeada, y repetidamente se decía ya voy a venir a comprarla…. Hasta que se decidió. Antes de ingresar al negocio, volvió a mirarla y admirarla. Se la imaginó con distintas combinaciones y aprobó su decisión. Una vez adentro, se acercó presurosamente el empleado, lo saludó y no le dio chances a Mickey de rumbear por otros rincones de las ofertas de la casa. No te dejan respirar, se dijo enfadado.
Qué anda buscando, por favor quiero ver esa camisa que está allí, sí, cómo no, ya se la alcanzo, qué día hoy, no, este calor no se va más, aquí tiene, sírvase pasar por el probador. Mickey se la puso, se miró diez veces en el espejo, pero no lo convencía, así que cometió el error de consultar la opinión del vendedor… pero si le queda perfecta la camisa, está hecha para usted, yo días pasados compré una también, pero mire que la veo que me tira un poco de aquí, no, no es eso, le falta un lavado y ya verá usted cómo todo se arregla y se acomoda, llévela con total confianza, quedará como un duque…
A Mickey no lo convencían así nomás, así que pidió ver otras camisas, revolvió la tienda y finalmente encontró lo que deseaba, se la probó frente al espejo y sonrió. Esta es, se dijo, y luego al empleado, ésta me gusta más, creo que me cae mejor, la siento más cómoda. La llevo. Y cuando el vendedor estaba envolviendo la prenda, muy satisfecho por la operación concretada con el cliente, le comentó en voz baja a Mickey como quien no quiere la cosa, hizo una buena compra, porque a decir verdad la otra le quedaba como la mona…

Fernando de Buenos Aires

Ocaso en Buenos Aires

"Llueve en Buenos Aires. Las imágenes se hacen borrosas a través del cristal y recuerdo días pasados, cuando esa misma lluvia caía sobre nosotros mientras caminábamos por las calles vacías, tomados de la mano, anticipando el ambiente cálido de nuestra habitación y los besos que nos íbamos a dar."
Encendió un cigarrillo y se quedó mirando por la ventana del Bar. A esa hora todavía estaba solitario y oscuro. La gente no empezaría a llegar hasta dentro de algunas horas y eso le daba tiempo para disfrutar de ese momento de tranquilidad y pensar sin interrupciones. El sol caía lentamente sobre la ciudad y las oscuras siluetas de las grúas del puerto se recortaban sobre un cielo anaranjado que con pereza infinita iba dando lugar a la noche. Siempre le había gustado ese momento del día; esa hora en que el suave amarillo de las luces de la calle comenzaba a mezclarse con los últimos vestigios de sol, como si dos realidades muy diferentes compartieran una existencia común. En esas horas él se desprendía del mundo y vivía su propia realidad interna, una realidad paralela hecha de recuerdos, delirios y pensamientos.
Miraba las luces rojas de los autos que se alejaban y pensaba en ella. Siempre lo hacía cuando se acercaba esa hora mágica y el recuerdo volvía a él fresco y nítido, como una flor de primavera. El recuerdo de todas aquellas cosas que tenían que ver con ella. Pensó en todas esas cosas que les quedaron por decirse; en todos esos lugares a dónde iban a ir algún día; en la cantidad de sueños que nunca se hicieron realidad.
Deseó poder volver atrás y tener la oportunidad de hablarle para contarle todo pero había dejado pasar mucho tiempo y ahora era tarde. Ella no le iba a escuchar.
Un viejito esperaba el colectivo en la vereda y recordó la cantidad de veces que ellos habían pasado por ese mismo lugar, tomados de la mano, hablando de cualquier cosa, cuando estaban juntos y el mundo era suyo.
Miles de pensamientos le llenaban la cabeza y una lágrima temerosa quería asomar a sus ojos. Apagó el cigarrillo y se quedó mirando hacia afuera, a la calle atestada de autos y gente. La noche se había adueñado de la ciudad y el paisaje había cambiado. Ya no era esa hora mágica que a él tanto le gustaba.
Era tarde y tenía que irse. El funeral comenzaba a las ocho y debía levantarse temprano.



(Relato publicado en Manos que Cuentan – Editorial Dunken – Abril de 2009)

ADELFA MARTÍN, GUADALAJARA, JALISCO, MEXICO

¡VAYA… TE MATÈ!

Me aferrè a ti, lo se y me siento mal por ello. Lo veo ahora, pero cuanta falta me hacías entonces y como me parecía imposible e intolerable, la sola idea de perderte.

Creo que cuando no somos felices buscamos a quien culpar, antes de mirar hacia adentro de nosotros, de analizar que somos consecuencia de nuestros actos, sentimientos, frustraciones y traumas.

Cada vez que levantabas tu mano hacia mi, yo sabía antes de que asestaras el golpe que iba a perdonarte…otra vez…Me sentía incapaz de negarme a tus lágrimas y ruegos; aunque me ofendían los ramos de flores, las invitaciones a comer, o los vestidos nuevos.

También me molestaba que me golpeabas donde sabias que nadie lo notaría…ni mi familia…y que eras capaz de sonreírles abierta y generosamente, mirándolos a los ojos, sin el menor asomo de arrepentimiento; todo lo contrario, sabiendo que podías reírte para tus adentros por su ignorancia de los hechos.

Ahora que te veo ante mi sin la vida que yo misma te he quitado, tengo tiempo de sentarme tranquilamente a reflexionar, a darme cuenta que si no me hubiera dejado contagiar a tal extremo por tu mente enferma, si hubiera tenido el amor propio y la autoestima suficientes para marcharme o para denunciarte, tu seguramente estarías vivo, yo no iría presa, y nuestros dos hijos no quedarían completamente desamparados.

Pero…si alguien en este momento me preguntara si me arrepiento de lo que hice, le respondería con total certeza y sin que me temblara la voz: NO.

Joan Mateu, España

La Planta Carnívora




Compré una planta carnívora, una Dionaea muscipula, la "atrapamoscas", por su originalidad y colores. Orión, el galgo, cuando la vio sobre la mesita del salón fue inmediatamente a curiosear, pero no le llamó mucho la atención hasta que vio que se comía una mosca. Asombrado levantó las orejas. A la segunda mosca se acercó más con la cola muy tiesa y a la tercera fue decididamente a investigar oliendo a la planta con curiosidad.

Ahora le queda únicamente una cicatriz en el morro y pocas ganas de oler plantas.

Pablo Costa, Argentina

La habitación


Moscas y más moscas. Asco. El olor a carne podrida inunda el cuarto, solo iluminado por una vela. Una puta vela. Miro a los costados y nos veo más que la lúgubre imagen entre penumbras, que le ganan terreno al tibio círculo de luz que emite la derretida imagen de cera negra.

Me acerco agazapado con la carne contraída, convertido en un pollo desplumado del miedo. Llego a la cama, escucho su respiración, aunque las sabanas cubren el cuerpo que se pudre en sus propias heces. Descorrer su la manta sería un golpe muy fuerte a mi valentía, creo que me desmayaría. No me atrevo a levantar las sábanas, que a pesar de la oscuridad muestran mugre.

Escucho el crujido de la pesada puerta, la que dejé entreabierta para ayudar a mi visión a alimentarse de unas gotas más de luz. Al girar veo a un niño, enano, deforme. Me mira con odio. Me reconozco en él. Cierra la puerta bruscamente. Escucho sus pasos, mientras intento reacomodar la vista a la nueva luminosidad.

Un profundo ardor carcome mis pantorrillas, al enfocarme en el suelo encuentro al niño de rodillas agarrado con toda su fuerza a mis piernas. Muerde como un perro rabioso. Veo la sangre viscosa y negra fluir. Me rindo, pienso en dejarme morir devorado por ese monstruo. No soporto más el ardor, un acto reflejo propina una fuerte patada en la mandíbula que atonta al niño. Trato de revisar lo profundo de mi herida.

Escucho un grito desgarrador. Las sábanas se levantan como un fantasma impulsado por un tornado. Un olor repugnante deja ver a un viejo raquítico, desnudo. Se ve sarnoso o leproso. Los ojos llenos de lagañas. Salta sobre mi cabeza. Clava sus largas uñas en mi cráneo. Se ayuda con los dientes. Pareciera que busca devorar mi cerebro. Como no lo logra entierra sus huesudos dedos en mis globos oculares, produciendo un profundo e inesperado dolor. Lo desplazo con una sola mano al salir del estado de sorpresa. Es liviano, frágil. Lo veo tirado en el piso. No se si está muerto. También me reconozco en ese anciano.

La vela está a punto de consumirse. Debo irme de esa habitación porque aun respiran y no soy un asesino. El niño se cuelga de las patas de la mesa, empieza a incorporarse. El viejo respira, pero no tiene mucha reacción. Me acerco a la puerta. Tropiezo y caigo sobre ella. Busco el picaporte entre la ya casi oscuridad de la diminuta llama de la vela.

Se escucha un estruendo cuando logro encontrarlo. La mesa se cae, la vela revive entre las inmundas sábanas. Las llamas invaden la mesa y el colchón. Salgo de la habitación. No me voy enseguida, me quedo escuchando los lamentos de los dos cuerpos que se calcinan lentamente. Me despido. No quiero volver a verlos. Río. Me alejo.

Camino sin mirar atrás, hasta que me detengo en un recuerdo. Giro y veo la casa arder en llamas y me siento satisfecho, ese camino ya no existe. Arde en esa casa. Pero nuevas sombras vendrán, nuevos pasados y nuevos futuros. Pueden ser espantosos, pero hay que eliminarlos antes de que nos devoren.

ANA MARÍA MANCEDA , Argentina

SOLEDAD.



Seguí a mi marido, muchas situaciones confusas me llevaron a extremar los celos.

Ahí, en el medio de la ruta estaba su coche. Bajé, solo se veía el rodar de los coirones empujados por el viento sobre los pastos secos y muy a lo lejos una casa de campo. Paisaje inhóspito, vacío. Entré al auto. Nadie, pero mi cuerpo lo sintió. El perfume a nardos de mi amiga ocupó para siempre cada espacio de mi soledad.

Mariana Spagnuolo

LO NOCTURNO DE LA NOCHE

No fue el hecho en si, tampoco el momento, ni la forma. No fueron sus ojos clavados como dagas en los míos, no, hubo algo más. No fue que era de noche tarde y la desesperación me perseguía entre los pasillos gigantes de la ciudad, ni que el alcohol irrumpía en mis venas con una fuerza inhumana dando vueltas al mundo como si jugara a la ruleta rusa conmigo. No fue tampoco el ardor en mi garganta por estar abriendo la segunda caja de cigarrillos en veinticuatro horas y que su saliva pareciera seda recubriendo mis cuerdas vocales, ni siquiera creo que haya sido el viento helado y cortante de invierno enrojeciendo mi piel. No pudo haber sido, ni por casualidad, la culpa o el miedo de estar haciendo lo que estaba haciendo, ni el retumbe del inconciente resonando en mis tímpanos. No fue eso, no fue en si nada de lo que sucedía, lo que me trastornaba por dentro sin dejar lugar a ningún otro tipo de pensamiento. Fue solo el hecho de sus manos congeladas a la par del viento arrancándome las ganas de cualquier otra cosa. Fue la liberación perfecta sujetada a lo prohibido y lo nunca antes hecho. Fue, quizás, no ver la gente con sus miradas aun más hirientes que la suya. Fue el crepúsculo de lo que nunca había entendido, ni querido entender. Fue en si, la aglomeración perfecta de la suma de las partes, la dosis anterior a la sobredosis, la ráfaga intensa que avecina la catástrofe. Fue la eternidad que se consume en tres segundos.

CARMEN CARRILLO, Veracruz, México

INDECISIÓN

Abrió los ojos y no logró identificar la calle donde se encontraba. Tenía el labio roto y le faltaban al menos tres dientes. ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Desde cuándo estaba tirado bajo la sombra de aquel árbol?
Se puso de pie como pudo y se percató de que no llevaba zapatos. En cuestión de segundos comenzó a sentirse un frío paralizante y una lluvia finísima le picoteó el rostro. La calle estaba completamente desierta. Hubiera jurado que el día anterior era primavera. O al menos eso recordaba.
Se miró de nuevo los pies y le sorprendió ver que ya no iba descalzo. Llevaba unas botas de cuero negro. No, al parecer eran de cuero azul. Se sintió agradecido de no sentir más la frialdad del suelo, pero el hecho alimentó su desconcierto.
Se enfiló hacia el final de la calle y dobló la esquina. Por extraño que parezca, al doblar la esquina no encontró nada. Nada de nada. Vacío. Algo parecido a la luz, pero sin volumen ni forma. Ahí lo que había era una blancura desmedida, dolorosa, como la de una hoja de papel perfectamente vacía.
Pensó que estaba volviéndose loco y volvió sobre sus pasos, pero cuando estuvo frente al árbol bajo cuya sobra había despertado, lo encontró sin una sola hoja.
Yo, desde luego, lo miraba desde mi rincón. Aunque no suelo ser compasivo, mirarlo tan aturdido me hizo sentir algo similar a la ternura. De todos modos lo dejé seguir. No es mi deber orientar a nadie.
Tardará un tiempo en darse cuenta de lo que pasa y cuando por fin despierte a la realidad, vivirá lo que los psiquiatras llaman etapa de negación, luego tratará de comprender porqué le pasa esto a él, a él que es tan bueno y no le hace mal a nadie.
Al final, cuando no encuentre a quién echarle la culpa de su desdicha, terminará por aceptar que cuando a uno le ha tocado en suerte ser el personaje de un escritor indeciso, no hay nada que pueda hacerse, sino actuar el papel que le toque y esperar a que ocurra un milagro.