Siesta.
Me mimetizo y entrevero con las hojas de revés áspero. El entramado que las sostiene sombrea un contrapiso absurdo, rodeado por la nada. Mi piel se transmuta en savia y palo. No temo a la araña gigantesca que intenta acercarse a mí, tozuda y rápida.
Mis ojos se vuelven amarillos al ver que, del otro lado de la enramada, hay un domador de frac y bigotes retorcidos que hace restallar su látigo. Puedo sentir que de un zarpazo y un mordisco, lo dejaría reducido a un amasijo de carne lacerada y huesos rotos.
Entonces ondulo como la mismísima serpiente del paraíso. Taimada y cruel, atraigo a mis enemigos, y los acerco para dejar que se aniquilen mutuamente.
Después, ya vencidos mis demonios y temores, me lanzo al vacío. La manta extendida bajo el sol y tus brazos, me reciben ilesa.