Abrió los ojos y no logró identificar la calle donde se encontraba. Tenía el labio roto y le faltaban al menos tres dientes. ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Desde cuándo estaba tirado bajo la sombra de aquel árbol?
Se puso de pie como pudo y se percató de que no llevaba zapatos. En cuestión de segundos comenzó a sentirse un frío paralizante y una lluvia finísima le picoteó el rostro. La calle estaba completamente desierta. Hubiera jurado que el día anterior era primavera. O al menos eso recordaba.
Se miró de nuevo los pies y le sorprendió ver que ya no iba descalzo. Llevaba unas botas de cuero negro. No, al parecer eran de cuero azul. Se sintió agradecido de no sentir más la frialdad del suelo, pero el hecho alimentó su desconcierto.
Se enfiló hacia el final de la calle y dobló la esquina. Por extraño que parezca, al doblar la esquina no encontró nada. Nada de nada. Vacío. Algo parecido a la luz, pero sin volumen ni forma. Ahí lo que había era una blancura desmedida, dolorosa, como la de una hoja de papel perfectamente vacía.
Pensó que estaba volviéndose loco y volvió sobre sus pasos, pero cuando estuvo frente al árbol bajo cuya sobra había despertado, lo encontró sin una sola hoja.
Yo, desde luego, lo miraba desde mi rincón. Aunque no suelo ser compasivo, mirarlo tan aturdido me hizo sentir algo similar a la ternura. De todos modos lo dejé seguir. No es mi deber orientar a nadie.
Tardará un tiempo en darse cuenta de lo que pasa y cuando por fin despierte a la realidad, vivirá lo que los psiquiatras llaman etapa de negación, luego tratará de comprender porqué le pasa esto a él, a él que es tan bueno y no le hace mal a nadie.
Al final, cuando no encuentre a quién echarle la culpa de su desdicha, terminará por aceptar que cuando a uno le ha tocado en suerte ser el personaje de un escritor indeciso, no hay nada que pueda hacerse, sino actuar el papel que le toque y esperar a que ocurra un milagro.