RECOMENZAR
Era tarde, tal vez para mí que veía sin esperanza como se acercaba el viernes sin que se hubiera producido la magia que esperaba.
No quería caer en la tristeza; en la morriña por encontrarme sola, lejos de todos y de lo que hasta ese momento había significado algo en mi existencia.
¿Es el amor todo en la vida?, la pregunta aunque hecha en voz baja me hizo sentir pena de mi misma. Seguí caminando, bordeando la Laguna de Cajititlàn, sola a aquèlla hora de la tarde, deseando sentirme en sintonìa con los pescadores que a lo lejos tiraban sus redes sin muchas ilusiones quizás, pero disfrutando su duro trabajo en libertad.
¿No debía ser un poco más comprensiva, más cercana? Siempre habìa presumido diciendo que la tolerancia, como la comprensión y la empatìa, nos acercaban a los seres puros que llamamos irracionales, y ahora estaba contradiciéndome a mi misma al ser tan dura e intransigente con una persona que era tan importante en mi vida.
Al llegar a lo alto de la pequeña colina, desde donde divisaba el idílico paisaje en todo su esplendor, me invadió de pronto una inmensa alegrìa. El viernes era veinticuatro, el día de su cumpleaños. Que mejor momento para que nos sentáramos a conversar, a aclarar las cosas, a hablarnos sin dobleces, con la verdad en la mano.
Antes de retirarme, volví la mirada hacia la laguna, donde comenzaban a reflejarse los colores del atardecer… ¡esos mágicos atardeceres que me habían fascinado desde niña!
Al llegar a casa, me reencontré con el vestido blanco perfectamente colocado al borde de mi cama, como si no hubiera sido usado nunca...y a su lado, el ramo de azahar que olvidé tirar al final de aquèlla ceremonia, que me había hecho tanta ilusión…