Ocaso en Buenos Aires
"Llueve en Buenos Aires. Las imágenes se hacen borrosas a través del cristal y recuerdo días pasados, cuando esa misma lluvia caía sobre nosotros mientras caminábamos por las calles vacías, tomados de la mano, anticipando el ambiente cálido de nuestra habitación y los besos que nos íbamos a dar."
Encendió un cigarrillo y se quedó mirando por la ventana del Bar. A esa hora todavía estaba solitario y oscuro. La gente no empezaría a llegar hasta dentro de algunas horas y eso le daba tiempo para disfrutar de ese momento de tranquilidad y pensar sin interrupciones. El sol caía lentamente sobre la ciudad y las oscuras siluetas de las grúas del puerto se recortaban sobre un cielo anaranjado que con pereza infinita iba dando lugar a la noche. Siempre le había gustado ese momento del día; esa hora en que el suave amarillo de las luces de la calle comenzaba a mezclarse con los últimos vestigios de sol, como si dos realidades muy diferentes compartieran una existencia común. En esas horas él se desprendía del mundo y vivía su propia realidad interna, una realidad paralela hecha de recuerdos, delirios y pensamientos.
Miraba las luces rojas de los autos que se alejaban y pensaba en ella. Siempre lo hacía cuando se acercaba esa hora mágica y el recuerdo volvía a él fresco y nítido, como una flor de primavera. El recuerdo de todas aquellas cosas que tenían que ver con ella. Pensó en todas esas cosas que les quedaron por decirse; en todos esos lugares a dónde iban a ir algún día; en la cantidad de sueños que nunca se hicieron realidad.
Deseó poder volver atrás y tener la oportunidad de hablarle para contarle todo pero había dejado pasar mucho tiempo y ahora era tarde. Ella no le iba a escuchar.
Un viejito esperaba el colectivo en la vereda y recordó la cantidad de veces que ellos habían pasado por ese mismo lugar, tomados de la mano, hablando de cualquier cosa, cuando estaban juntos y el mundo era suyo.
Miles de pensamientos le llenaban la cabeza y una lágrima temerosa quería asomar a sus ojos. Apagó el cigarrillo y se quedó mirando hacia afuera, a la calle atestada de autos y gente. La noche se había adueñado de la ciudad y el paisaje había cambiado. Ya no era esa hora mágica que a él tanto le gustaba.
Era tarde y tenía que irse. El funeral comenzaba a las ocho y debía levantarse temprano.
(Relato publicado en Manos que Cuentan – Editorial Dunken – Abril de 2009)