Pascual Marrazzo

Barrio plateado por la luna 2009


Los jóvenes mareados atornillaban la curda bajo un farol sin luz, mientras, a sólo unos metros el chofer de un taxi libre imploraba por su vida.
–“No me maten muchachos”.
Desde los zaguanes, como si fueran parlantes se escuchaba una música estridente, demoledora. La basura se alcantarillaba en cada esquina y las veredas ondulantes despegaban las baldosas luciendo los soretes de los perros. Después de revolcarse y dar vueltas carnero, las cajas de cartón se alisaban en el empedrado con la ayuda de las ruedas de los autos. Tres pibes encapuchados salían corriendo del kiosco.
– “Lo mataste boludo” – alcancé a escuchar.
Un hombre mayor, un abuelo, salió a la vereda y se crucificó con una mancha roja en el pecho. No alcanzó a decir nada, sólo abrió los brazos para caer como Cristo.
Un joven transeúnte marcó unos números en el celular y se lo llevó al oído. Se encogía de hombros y gesticulaba con sus manos. Después de unos minutos le pregunté: ¿Llamó a la policía o a la ambulancia? No – me contestó, llamé a mi novia para contarle de todo este quilombo.
Corrí al medio de la calle y paré un taxi: ¡Señor, señor, avise a la policía y que manden una ambulancia, por favor, ha ocurrido (……………!) – Y para eso me paras, ¡Boludo, no ves que estoy trabajando! …
Aceleró y me dejo mal parado en el medio de la calle, desde la vereda de enfrente una gruesa mujer que salía ofuscada de una tienda, me gritó:
-- ¡Usted, señor! ¿No se dio cuenta que esos pendejos de mierda me robaron y me manosearon o está de campana ahí, con esa cara de nada?
De pronto una sirena ululaba mis oídos como una perforadora, tuve que levantar las manos sin apartarme para que se detenga.
– “Es aquí, por favor vengan” – imploré.
-- “No podemos, respondemos al llamado de un socio que paga, hágase a un lado porque si el paciente muere lo haremos responsable.
Nuevamente me encontré en la vereda, la gorda me seguía gritando.
--¡Te pensabas escapar en la ambulancia, atorrante mal nacido!
Sabía que hubiese sido imposible un diálogo con esa mujer y como no le contestaba más furiosa se ponía.
-- ¡Me robaron, me manosearon, me manosearon!
No se cansaba de repetir. Seguramente, hasta pensaría que el tumulto era a consecuencia de ella y ni siquiera había visto el cadáver del pobre viejo, ni al tachero buscando el dedo que le cortaron. Algunas personas comenzaron a mirarme con recelo, me dieron ganas de correr, pero tuve miedo de que me culparan. Había quedado enjaulado entre tanta solidaridad y ya no pude hacer más nada.