Cada tarde al llegar el ocaso, se sentaba a la puerta de su casa, en el porche. Cogía el atajo de cigarrillos, lo miraba largamente, como haciendo un exorcismo , como jurándose era el último que se fumaba antes de dejarlo definitivamente.Cada día, en esa hora nona impredecible de colores que llenaba el espacio de sombras primeras, se acurrucaba en el umbral del tiempo de los sueños.Miles de imágenes se atropellaban en su mente, el olvido se le llenaba de memorias que pujaban por reventar el cuenco de las vivencias.Los hijos crecieron , tomaron sus caminos.El marido, se encandiló con una muchacha y la dejó con las marcas de los años grabadas en su piel.El silencio se hacía cada tarde, cada ocaso, y, cada crepúsculo de colores nuevos le llenaba las pupilas de recuerdos viejos.La soledad se convirtió en su compañera, confidente y verdugo de su vida.Desde la acera de enfrente, un hombre se paseaba cada día al terminar la tarde, oteaba horizontes, arañaba el tiempo y perseguía mariposas que se le escapaban de las manos abiertas.Cada anochecer el hombre miraba hacia la acera de enfrente encontrando una sombra que se alargaba sentada en la mecedora que se balanceaba entre los pilares del corredor que hacía de entrada a la casa que siempre estaba en silencio.Cada día paseaba , se detenía , la observaba y se decía "cuántas soledades en dos aceras paralelas que nunca se encuentran"Y así pasaron los días, los años y un día ya no hubo mujer en la mecedora, ésta, sola se mecía como empujada por un fantasma que cada tarde allí se sentaba.
Y al pasar el tiempo corto de la eternidad de la tierra, una sombra se lograba ver cada anochecer en la acera de enfrente, desplazándose de un lado a otro… otro fantasma vaga ahora, después de su muerte, sin encontrarse.
Y al pasar el tiempo corto de la eternidad de la tierra, una sombra se lograba ver cada anochecer en la acera de enfrente, desplazándose de un lado a otro… otro fantasma vaga ahora, después de su muerte, sin encontrarse.