Se sufría el sol del mediodía y el verano tenía olor a pollo olvidado en el horno.
La sombra tambaleante se desprendió del hombre y siguió caminando hacia adelante, indiferente al asombro de los transeúntes; a medida que se alejaba del ancho y transpirado cuerpo, perdía su humana oscuridad.
—¡Dale, che! ¡Apurate que tengo mucha sed! —gritó el hombre, pero la sombra mantuvo su paso lento y zigzagueante— ¡Y decile a José que la anote, eh!
El hombre la siguió con la mirada hasta que ella traspasó la acostumbrada puerta de la cantina; entonces ancló su pesado cuerpo al oportuno banco de la plaza.
Desparramado se quedó el hombre, experimentado catador de la piedad humana; esperando el regreso de la sombra y otra copa de vino.