Emmanuel Cassanese

UN SILENCIO EXTERNO


La tarde se dirigía inexorablemente hacia su final. Caracol cíclico.
Se nos venía el salto olímpico del anochecer en el balneario de Quilmes.
La línea recta que supuestamente separa el cielo del río, fue borrada por el gris continuo donde no sabíamos si las embarcaciones marchaban a las nubes, patinaban sobre humo o sangraban de algún corazón de acero. ¿Hacia donde van las mismas? ¿Acaso esta no es la hora de los tiempos muertos, de la vida que se descose, de la muerte que asoma su barba atada?
Estábamos los tres, en silencio, o hablando, pero las palabras nos cercaban, nos tapaban del frío, se disolvían en el aire, daban volteretas, se tornaban naranjas, azules o grises (allí se perdían) e incluso algunas se acercaron por la borda de dos barcos que sobresalían a lo lejos. Asomaron, ambos, a nuestro panorama y nuevamente la pregunta: ¿Hacia dónde carajo caminan? Son como esas preguntas originarias fundadoras de mitos: ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? Y agregaría otra: ¿Cómo paramos este atardecer que se nos escurre de las manos?

Dos barcos en dirección opuesta e idéntico final: cruzarse en algún momento.
-¿Qué hora es Juan? pregunto.
-Las 5 y 11.
-Bien, yo digo que se cruzan a las 5 y 29.
-A las 5 y 45-con risa que se perdió con el viento, decidió Marie.
-6 menos 20 se cruzan-remató Juan.

¿Qué recuerdos trae el olor de este río? Su pintura gris y naranja, ¿qué amnesia descubrió? Trajeada la tarde se va desvistiendo. Tememos su desnudez. ¿Es que no habrá otra igual, acaso? Solo esa. Testigos privilegiados nosotros. Celamos el cortejo al cual no nos invitaron. Volvemos a los barcos. Se acercan, lentos, como doliendo la tarde, masticándola.

-¡5 Y 23!-

No acertamos, pero fue como una palmada para ir partiendo, el frío envalentonado conversaría con el río, es decir, nos invitaba a retirarnos. De nada hubiera servido contradecirlo, además no solemos meternos en asuntos privados y menos aún cuando el naranja fue acallado y el sol desarticulado. Los de afuera son de palo dicen. Y asi lo entendimos, no obstante sabíamos del mate que en la casa de Marie nos esperaba y allí fuimos.
Comentamos fotos, observamos la casa, comparamos las dos heladeras y nos sorprendimos con los retoques del baño. Felipe, el perro, logró calmarse. Nosotros (Juan y yo) nos inquietamos con el silencio de plomo que habitaba la casa, antes que Marie, antes que Dios planificara su primer día. Era como toneladas de plumas, kilómetros yermos de vegetales sin nombre, flores durmientes de otoño, el silencio que habitaba su casa.
¿Un silencio externo, Emmanu?- Juan trató de ponerle palabras al génesis de caracteres de barro.
-Sí, algo asi- insinué, pero fueron como palabras sueltas en un océano. Ni Noé, en su arca, podría hacer pares con las mismas.

Hubo un silencio que nos llamó la atención y aún queda la tensión que me lleva a relatarlo. La casa de Marie guarda esos misterios.

Ya de noche, callados, Juan y yo nos marchamos. Porque todo fin exige marcharse. Algunas gotas de lluvia comenzaban a deslizarse. Alocados los vectores del viento nos dieron suaves estocadas. Sangramos sin palabras, perfumes grises.

En silencio nos despedimos.

A Marie y a Juanma.