Héctor Cobas, Miramar, Argentina

EL CÍRCULO MISTERIOSO


“Todo ser tiene su tiempo” es una máxima para pensarla en profundidad. Viendo una foto, que ocasionalmente había llegado a mí poder, me quedé absorto examinándola, pues me motivaba para seguir profundizando en aquella estampa que se ofrecía impensadamente a mi mirada. Lo primero que vislumbré fue un círculo de material, que me imaginaba era parte de la construcción de una vivienda que eventualmente había quedado abandonada. Tenía una abertura sin puerta de acceso y en su interior se observaba un televisor con su pantalla iluminada. ¿Qué historia de vidas se habrán tejido en su interior? Tal vez perduren en los recuerdos de los personajes que la habitaron o quizás ya murieron, quedando sólo huellas en mentes que ya transitan por otros derroteros. “Todo ser tiene su tiempo” ese dicho del Eclesiastés me da vueltas y más vueltas en mi cerebro. Pero no sólo los humanos contamos con esa dimensión que llamamos “tiempo”. También podemos percibirlo en las cosas que nos rodean y del mismo modo pude distinguirlo en la foto de esa construcción que tenía delante de mis ojos, como una imagen cristalizada en un eterno presente que se hace manifiesto sólo al observador que intente prestarle atención. “Todo ser tiene su tiempo”, “hay un tiempo para reír y un tiempo para llorar”. No tengo la menor duda que los personajes que allí vivieron rieron, lloraron y también habrán imaginados futuros venturosos o espantosos, y tal vez hoy, habitaran otros lugares alejados de esa misteriosa finca, y plasmaran otros sueños, edificados con despojos de otras representaciones igualmente imaginarias. Pero súbitamente me detuve y observé el curso de mi propio pensamiento. Todas estas posibles historias no habían sido nada más que ejercicios fantasiosos de mi mente. Y germinó de improviso esa idea de infinito que es una partición imprecisa del tiempo que descubro en los recuerdos o en las proyecciones que van al futuro, desde un presente también errante, y que no puedo detener en ningún instante de su acontecer, y que permanentemente se me escapan como volutas de humo sin posibilidad de concretarlo, aunque experimento el ponerlo por escrito para que subsista como un sello indeleble y trascienda las evanescentes fronteras temporales. Y nació ante mí el recuerdo de un texto de Salvador Elizondo: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía”. Y así me percibí a mi mismo, escribiendo sobre el infinito y el tiempo, inspirado en una foto que fortuitamente había aparecido ante mí, y que sirvió como un itinerario imaginario para que la vieja casona y sus posibles habitantes fantasmales no murieran definitivamente, sino que se recrearan en el pensamiento de otras infinitas mentes, que como espejos reflejen infinitamente sus historias reales o inventadas. Pero eso pertenece a otro ámbito, que ya no interesan al lenguaje poético-literario.