ALICIA SUSANA GÓMEZ

"ROSARITO"


Abrió la puerta del coche y la vio. Reconoció al instante su figura regordeta entre las tres mujerzuelas vestidas provocativamente en la oscuridad de la esquina del Bajo. No parecían las Rubias de New York, pero todas tenían el cabello blondo. Una, de labios carmesí, hablaba profusamente. Otra platinada, con un tapado de piel raído, se palpaba el tacón del zapato completamente distraída. Rosarito, con su desabrigo de antaño, pero vistiendo una pollera tubular ceñida y una blusa dorada, escuchaba atentamente. No se atrevió a permanecer allí: Temió que lo descubriera. Alguna de ellas se acercaría a su Plymounth.

Puso la primera y huyó. Una multitud de sensaciones le impidió continuar. Detuvo el auto en Paseo Colón y San Juan. Del bolsillo interior del saco, extrajo su Ronson, de plata, con las iniciales grabadas, y prendió un Cuarenta y tres. Entrecerró los ojos y recordó:

- Era muy temprano, aquel sábado. La lluvia golpeaba con estruendo. Apenas si alcancé a oir tres aldabonazos. Por el postigo de la puerta cancel se veía una sombra. Abrí. Era ella, peinando trenzas por donde se escurría el chaparrón. ¡Otra chinita!, pensé. No obstante, me pareció cansada y con frío. Le abrí. Se limpió el barro de las alpargatas en la alfombra y la recogió, inmediatamente, escondiéndola detrás del bolsito que sostenía apretado contra su pecho.

- ¿Te mandó el capataz? ¡No me dijo que eras una nena!

- ¡Ya cumplo catorce! - replicó con resolución.

- Casa y comida - contesté, terminante.

- Me basta, ¡gracias, Don!

- ¡Doctor, llamame Doctor; siempre! Dormís en la cocina. Detrás de la heladera hay un catre para armar después de que todos nos hayamos retirado a nuestras habitaciones. En el lavadero está el uniforme. Bien almidonado y limpio lo quiero.

- ¡Sí, señ..., Doctor! Cocino muy bien y limpio como nadie, también sé...

- ¡Calladita! Te quiero calladita. Es lo primero que tenés que saber. Si no, de vuelta al tren...

Y lo bien que aprendió. Elsa podía hacer su vida social con comodidad: Las cenas en el Rotary; la canasta y el té de las cinco, en casa; las veladas del Colón, una por mes, y Rosarito, portándose como la mejor sirvienta que tuvimos.

No sé qué me pasó esa noche. Serían las tres. Mi mujer dormía su eterna migraña. Yo me levanté a tomar un wisky y vi la luz de la cocina. Se escuchaba la música de una ranchera. Sentada en el borde de la silla, mordía una pata del pollo que cenamos, sostenida con la mano. Nunca nadie la había visto comer. El catre estaba abierto, las cobijas bien estiradas. Pero no lo usé. La tabla de la mesa estaba cerca. De su boca, jugosa, no salió un quejido. Sólo recuerdo su mirada fría, golpeando en mi retina. “La negrita está acostumbrada”, me dije.

Al amanecer, se había ido.