Silencios - Gabriela Agilda, Argentina

Las palabras del sacerdote sonaban a lo lejos. Diego quería concentrarse en la ceremonia, pero no podía. Estaba convencido de que su pequeño hijo padecía el mismo extraño mal que había sumido a su mujer en el silencio más absoluto desde hacía un tiempo. En ese preciso instante estaba observando con angustiosa resignación cómo los otros niños lloraban luego de que el sacerdote les mojara la cabeza sobre la pila bautismal, mientras su hijo no emitía sonido.
A poco de confirmar el embarazo, su mujer había enmudecido de un momento para otro. En un principio Diego lo había atribuido a la emoción que la gran noticia le producía, pero ella nunca recuperó el habla. Ninguna de las especialidades médicas que consultaron había podido dar un diagnóstico. Hasta la alegría que el dolor del parto le produjo había sido silenciosa. Ella lloraba lágrimas mudas. Por momentos, a pesar de la presencia del bebé, el silencio en la casa era ensordecedor. Diego había llegado a sentir que él tampoco tenía necesidad de hablar.
La ceremonia finalizó. Su mejor amigo estaba orgulloso de ser el padrino del niño y ambos se emocionaron en un abrazo fraterno. Los invitados se sumaron a los saludos. “¡Qué caprichosa es la naturaleza!”, comentó uno de ellos. “Este bebé se parece más a su padrino que a su padre…” Las risas de los presentes ahogaron las miradas de los dos hombres. A partir de ese momento, Diego y su amigo también se quedaron mudos para siempre.