Aunque me digan que estoy loco, la muerte, la sangre, las heridas, no son iguales en todos lados. Algo creo saber del tema. Llevo veinte años llegando con mi cámara en ese justo instante en que los cuerpos aún supuran sus malogrados 21 gramos. Lo hice en Chile, en Bolivia y ahora en el DF mexicano. Todas esas caras que no se verán publicadas anidan en mi cabeza simulando una exposición a la que sólo yo tengo acceso. No es nada fácil. Yo no duermo y mi mujer tampoco. Grito por las noches, repito sus nombres, les hago respiración boca a boca, les tomo el pulso. Hasta rezo por ellos. De día soy otro. De día, los cazo con mi lente como un sicario que cuida cada detalle; no me importa si tengo que acomodarles un brazo o una pierna para que luzcan mejor en la foto. Ellos son mi alimento. Con ellos pago la cuota del colegio de mis hijos y el geriátrico de mi padre. Antes que lo pregunten, lo digo: no siento culpa ni pena. Para eso están mis pesadillas. En ellas pongo las cosas en su lugar. Allí a los únicos que no toco es a mis muertos. Allí mi corazón es un cuadro mal colgado y sólo ellos, si quieren, pueden ponerlo en su justo lugar.