Era bien entrada la noche. Escondido entre los densos arbustos se recostó extenuado. La luz de la luna atravesaba apenas el entramado de aquella espesura. Durmió inquieto, como adivinando una presencia perturbadora. Despertó con el leve crujido de una rama al quebrarse. En la penumbra se escuchaban ruidos feroces pero lejanos. Permaneció quieto aguzando el oído, escuchó con claridad el susurro de algo escurriéndose entre el follaje. Con los ojos entrecerrados vio acercarse como una sombra brutal la sanguinaria fiera, era negra, imponente, sigilosa. Por instinto supo que no debía moverse, ni siquiera respirar, hacerle creer que estaba muerto. La fétida cercanía tenia olor a sudor, a baba caliente, a sangre seca. Intuyó en esa sensación un residuo del terror de la ultima víctima. La inmovilidad era una tortura, le dolían los músculos agarrotados por la tensión. Con ansiedad contenida sintió la húmeda nariz recorriendo su piel, olfateando su cabeza, buscando con lentitud el cuello. En ese momento casi pudo respirar el vaho de aquel aliento feroz. Vio como replegaba los labios disponiéndose a morder, en la penumbra los colmillos resplandecieron con destellos filosos. Entonces, con un movimiento rápido, preciso, giró la cabeza abriendo sus fauces, y la atrapó.
EL PREDADOR - Fernán S. R. Banda, Santiago, Chile
Era bien entrada la noche. Escondido entre los densos arbustos se recostó extenuado. La luz de la luna atravesaba apenas el entramado de aquella espesura. Durmió inquieto, como adivinando una presencia perturbadora. Despertó con el leve crujido de una rama al quebrarse. En la penumbra se escuchaban ruidos feroces pero lejanos. Permaneció quieto aguzando el oído, escuchó con claridad el susurro de algo escurriéndose entre el follaje. Con los ojos entrecerrados vio acercarse como una sombra brutal la sanguinaria fiera, era negra, imponente, sigilosa. Por instinto supo que no debía moverse, ni siquiera respirar, hacerle creer que estaba muerto. La fétida cercanía tenia olor a sudor, a baba caliente, a sangre seca. Intuyó en esa sensación un residuo del terror de la ultima víctima. La inmovilidad era una tortura, le dolían los músculos agarrotados por la tensión. Con ansiedad contenida sintió la húmeda nariz recorriendo su piel, olfateando su cabeza, buscando con lentitud el cuello. En ese momento casi pudo respirar el vaho de aquel aliento feroz. Vio como replegaba los labios disponiéndose a morder, en la penumbra los colmillos resplandecieron con destellos filosos. Entonces, con un movimiento rápido, preciso, giró la cabeza abriendo sus fauces, y la atrapó.