Me acarició la cara tiernamente. De sus ojos brotaban goterones negros, como pequeñas cascadas de carbón. Su pecho agitado subía y bajaba espasmódicamente, al ritmo de sus sollozos. La luz del poste nos iluminaba mientras yo la tranquilizaba. Mientras le decía que esas cosas pasaban. Que no tenía que sentirse culpable. Pero ella no paraba de llorar. Entonces la tomé de un brazo, la abrigué del frío de la madrugada y nos pusimos en marcha otra vez. Así dejamos atrás ese bizarro charco de vómito. El resultado de la primera borrachera de su vida.