Los extraños
En la tenebrosa región de los que no están vivos ni tampoco muertos, las criaturas vagan sedientas por conocer su origen. Están furiosas y tristes a la vez, avergonzadas por no encajar en ningún lado.
Temidos y odiados por sus vecinos (nada acrecienta más el odio que el miedo) descansan de día bajo un manto de tierra fría, para erguirse aturdidos con las primeras sombras. A veces, sus sentidos pueden llegar a confundir un día muy nublado con el atardecer, y entonces terminan apaleados, o heridos con las armas más mortales que posean los hombres.
Pero cada anochecer deben retomar su extraña existencia y, babeando, caminan balanceándose en busca de raíces y pequeñas alimañas que sigan manteniendo su no-vida, su no-muerte.
Yo los he visto a veces desde mi ventana, confundidos con el ramaje que puebla el campo. Se agitan oscuramente bajo la lluvia o las estrellas, mientras sollozan por lo bajo. Ya no les temo, y algunos llegan hasta el cobertizo para buscar frutas, queso o miel.
Después, antes de que amanezca, desaparecen bajo las ramas de los nísperos y paraísos, mientras el viento arrastra muy lejos sus gemidos.