LA ABANDONADA
Ahí mesmo me despedí / de mi infeliz compañera. / Me voy –le dije-,andequiera/ aunque me agarre el gobierno, /pues infierno por infierno, / prefiero el de la frontera.
JOSE HERNANDEZ
Hubo una vez o había una vez o es un eterno, miserable presente en el que marchan, marcharon o marcharán por el desierto (si es que eso es un desierto), ambos a caballo (si es que eso es un caballo), él, los ojos cortados a tijera de escritorio, colocados a golpes de maza sobre el cráneo chato, ojos donde bailan los perros pero los perros de escenografía (él, si es que él existe), ella, ojos aguados con barcos que no se amarran a ningún puerto –porque la llanura es un mar verde donde nadie llega a ninguna parte- barcos deshechos (ella, si es que ella existe), él, nublado o avanzando en humaredas, como si tuviera el cuerpo hecho de letras, versos, estrofas, o quién sabe, frases, cara de papel y tinta, ella, algo más corpórea en su neblina, pero también hecha de la sustancia deleznable de las palabras, el caballo que se hace cada vez más fantasmagórico, incluso a veces deja de existir y su relincho es apenas una brizna de silencio o un ruido de hojas ejecutado por cualquier mano más o menos aburrida, la noche, la tremenda noche del desierto, apenas un lienzo negro esbozado a lápiz, el desierto, una sábana verde y una línea interminable que termina sin embargo en un falso horizonte trazado con regla, hubo una vez, habrá una vez o hay una vez en la que el caballo se mueve en un movimiento ficticio hacia ninguna parte, donde hay recuerdos, pero pertenecen al presente, un entierro en el pajonal, y después el hambre, el hambre hecho de tristeza o la tristeza hecha de hambre, sobre todo el miedo de ella, la de ojos aguados, miedo del indio que acecha o de otra cosa muy solapada más temible que las tolderías, comen a veces carne cruda o raíces de sueño, carne cruda y raíces sin gusto ni consistencia, son guiados por estrellas, vientos y animales imaginarios, animales que son ruidos o insectos pequeños entrelazados de collares que entran en la retina de Alguien que lee en algún escritorio, y es una noche o es un día, o son días y días que son como una sola noche, qué llanura, qué noche, qué caballo, qué animales, vientos y estrellas, qué hombre, qué mujer, qué entierro, qué pajonal, qué alimentos, pero hay tristeza y hambre en alguna parte, hambre de existencia, el hombre –Martín Fierro lo llaman- le habla a la mujer –cautiva le dicen- le habla con palabras huecas como suspiros de muerto: que han alcanzado la estancia, la tierra sin salvajes, que debe irse, le habla en verso de infiernos y de fronteras, y entonces ella le contesta con otra voz, hueca también, pero diferente a la de antes, que por favor no se vaya, que no la deje sola, por favor, por Dios, si es que hay un Dios más allá de las cadenas de escritorios, él con voz siempre hueca, pero diferente a la de antes, se enoja, le dice que no lo distraiga, que ya no puede responder en verso, que José Hernández ha dispuesto que debe encontrarse con sus hijos y que ése es el destino, José Hernández dispone, no hay otro Dios que no sea José Hernández en su teología y no es posible escapar a sus designios, ella, aterrada, le explica que entonces desaparecerá para siempre, se hundirá en la nada, no te hundirás, responde él siempre airado y con la voz diferente, prosaica, sin palabras gauchescas, será el eterno retorno, volverás cada vez que alguien te convoque, así le dice y ella: volverá el indio y mi dolor, volverá a morir mi hijo, así ladra la mujer o aúlla o ruge con voz de cartones y silencios, volverás a pelear, a bailar en la sangre, pero él ya se ha ido como si no hubiera estado nunca, como si jamás hubo una vez no hay ni habrá ni la más ínfima vez, los ojos aguados lloran lagos, mares, océanos de tinta con la suavidad del odio, a lo lejos hay una luz de amanecer, una diminuta luz, una luz que no es luz, una luz enmascarada, disfrazada, con antifaces, ella deja de llorar y observa asombrada que todavía existe, que Martín Fierro ha partido hacia su destino encuadernado, pero ella todavía existe, soy, piensa, no me han hecho de letras, de palabras, de giros gramaticales, soy, piensa, soy, y tiene ganas de torcerse de alegría, se ha escapado de su eterno retorno con el indio y el hijo muerto, aunque el indio y el hijo están hecho de la misma sustancia apalabrada, entonces, no la rodea un campo dibujado, no mira un caballo fantasmagórico, mis ojos aguados son reales, los barcos de mis ojos se amarran a un puerto, estoy hecha de carne y sangre, no soy vació disfrazado, hay un Dios fuera de los dioses de escritorio, ladra la mujer o aúlla o ruge con voz de cartones y silencio, destinada no obstante a desaparecer cuando termine la interminable frase en ese excremento de mosca fantaseada, en esa brizna, en esa nada del punto.
(De "Ultimo tango en Malos Ayres", 2º edición, Ruinas Circulares, 2008)