Rubén Vedovaldi

YO Y EL OTRO*
Al otro, a Rubén Vedovaldi, es a quien le trabaja el nombre o su eco. Yo camino por la vieja casa y me doy a ver como crece el lapacho rosado que me regalaron como bonsái y puse en libertad en la tierra del lote. De Vedovaldi tengo noticias por el correo, por Internet, por teléfono, y leo sus versos publicados en tal libro, en tal periódico, en tal otra revista. Me gustan las tetitas de las quinceañeras en flor, las piernas de las locas perdidas, el cine de Polansky, las canciones de los Betales y Almendra, el olor de una tira de asado en la parrilla, y la voces de Gelman y Galeano; el otro comparte o no comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Nuestra relación no es hostil, yo sobrevivo, yo despierto del sueño, para que Vedovaldi pueda estrofar su obra más o menos literaria y eso más o menos me justifica.
Ha logrado ciertas páginas más o menos válidas, entre montañas de hojarasca prescindible, pero esas páginas no me pueden salvar, quizás porque lo aprobado ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje y del siglo. Yo estoy destinado a perderme, y sólo algún instante de mí podrá trascender en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su viciada costumbre de juguetear con la lengua y el habla.
Heráclito entendió que todo cambia; la piedra antes no era piedra y después dejará de ser piedra; el río antes no era río y, si el planeta se calcina, dejará de ser río.
Yo he de quedar en Vedovaldi, no en mí (si es que alguien soy), aunque me reconozca menos en sus libros que en los de otras y otros o que en un solo salvaje de saxo.
Traté de liberarme de él, y pasé del delirio surrealista a la búsqueda de una síntesis, al ejercicio del estrato fónico y del significante, pero esos ejercicios y piruetas de estilo son de Vedovaldi ahora y tendré que idear otras para mi, para el estilo de mi muerte.
Mi vida es una estrella más o menos roja, más o menos difusa. Ni Dios ni el Diablo creen en mi. Todo lo pierdo en los basurales del mercado. Todo es del olvido o de la AFIP, o del otro.
Uno es descendiente de campesinos italianos, el otro se tiene que inventar su propia patria e historia.
Uno siembra y canta en el desierto, el otro recoge placer y dolor del cuerpo; desaciertos, desconciertos, melancolías y malentendidos. No sé cuál de los dos está más solo, más lejos.