Supe encontrar una tarde un poema enterrado en e fondo de un espejo y con sorpresa descubrí que tan sólo hablabla de tu prisa. De tu deseo de no envejecer leyendo en el rincón más oscuro de la casa, mientras con placer matemático yo sirviera la cena y el parpadear de la luna acrencetase nuestro deseo de volar.
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Y qué de sus voces asegurándome amor al oído y de sus celos y su sabiduría, si de sólo imaginar el escombro que aprisionan sus pupilas un frío de sable me perfora las vértebras.
Curvas extrañas deliberando álabes, mármoles, tinieblas. Palmas tendidas al espanto.
¿Cómo no haber presentido el silencio que dejarían al cerrarse? Si el humo pues, la delgadez extrema de quienes no regalan misericordias ni auguran porvenires, han podido ganarles jamás, alguna que otra jugada.
Misticismo entonces sobre ellos. Y amor. Amor esparcido como sangre. Mensajes aterradores de quien nuca pudo más que estas visiones que emergen como ruinas.
Del color del barro apostado en las esquinas, al borde de las aceras o en los escaparates, una noche me topé con sus miradas.
¡Y sí que amé esos ojos por las tardes y en las noches! Esos que embebidos de secretos no hacían más que horadar caminos en perfecta paz con las ausencias y los dioses.
Como labios besaban levemente al abrirse... y al cerrar (mejor no recordarlo), demolían mi piel entre caricias y espasmos.