SILVIA PAVIA


BOSTEZO DE HIPOPÓTAMO


MAMÁ tomó la peor de las decisiones: me envió a un colegio religioso de monjas de semiclausura. En ese antro, debíamos lidiar con una superiora psicópata, que parecía considerar el género masculino como al mismo diablo.
Mis notas eran muy buenas pero yo no encajaba con las buenas alumnas. Me parecían sosas y  aburridas. En cambio, me identifiqué inmediatamente con las peores.  Nos sentábamos siempre en los últimos bancos y sabotéabamos la clase como podíamos, charlando, haciendo ruido con los bancos,  murmurando con la boca cerrada, fingiendo repentinos accesos de tos  que no lograban  alterar los nervios a toda prueba de nuestra  maestra, sin duda muy preparada para todo tipo de ataques, inclusive el nuclear.

La madre Superiora (en adelante La Monja, como le decíamos entre nosotras) me miraba como un insecto al que quisiera aplastar con el pie, cada vez que se cruzaba conmigo en aquellos corredores oscuros y lóbregos. Yo creía que tenía ciertos poderes, por medio de los cuales sabía cuáles eran mis más recónditos pensamientos y de ahí sus miradas cargadas de rencor y ansias de vengarse.
Una vez no pude reprimir un bostezo fenomenal, mientras ella nos daba una clase acerca del comportamiento correcto de una niña de colegio religioso.
Aunque yo estaba sentada en la última fila, me vio, nada escapaba a su mirada.  Su boca se transformó en una  sola línea, pero hasta para ella debía estar claro que bostezar durante sus discursos no constituía delito alguno. Por lo que me señaló con su  dedo justiciero y bramó, delante de toda la clase:
-         Señorita Peralta!!! Usted bosteza como un hipopótamo!

La cosa se empezó a poner peor cuando entramos en la adolescencia. En un alarde de progresismo, nos daban clases de educación sexual. Que se unían las células masculinas y femeninas, se formaba un huevo y ese huevo se transformaba en un hermoso bebé. Pero la pregunta del millón era cómo hacían las células masculinas para estar allí. Sería por ósmosis? Pasarían a través de la saliva, con un beso? Misterio y respuestas evasivas.  Sobre este punto fundamental, circulaban toda clase de versiones.
Una vez encontré a Andrea, una de mis mejores amigas, saltando sin parar durante el recreo. Le pregunté qué hacía y me respondió, sin dejar de saltar, que su primo le había dado un  beso en la mejilla y estaba segura que había quedado embarazada, por lo que esperaba que el bebé se muriera mientras ella saltaba y nadie se daría cuenta…
Aunque me pareció algo descabellado, no le respondí nada, porque yo sabía menos que ella. 

Finalmente descubrimos en qué consistía el tan mentado “acto” al que todos se referían pero nadie explicaba. Analía, la más fisgona de nuestro grupo,  vio  en un kiosko una revista pornográfica y la compró a escondidas. En ella, además de las consabidas fotos, había una carta escrita por una  chica a su madre, contándole con todo lujo de detalles su noche de bodas. Esa carta circuló por todo el curso, anulando todas las versiones  y fantasías sobre el hecho. A los doce años, fue como si un velo se hubiera corrido, mostrándonos con crudeza la verdad que nos habían ocultado tan tenazmente.  Todas nos prometimos que jamás haríamos algo tan asqueroso, aunque había algunas pioneras (entre las que yo no me encontraba), que comenzaban a sentir una secreta simpatía por un género tan poco agraciado y torpe como el masculino.

Cuando terminamos la secundaria,  el Colegio organizó en el teatro el acto de entrega de diplomas.  Ese día, yo estaba muy feliz, como si saliera de la cárcel, pensando que jamás volvería a ver la escuela ni  La Monja.  Aunque, fiel a mis principios de ignorar su existencia, hubiera deseado terminar el acto e irme sin mirarla siquiera,  mamá me obligó a ponerme en la cola para saludarla. Todas, muy conmovidas, contestaban a sus frases de despedida algo así como “lo mismo me pasa a mi, Madre” . Decidí hacer el gran sacrificio con altura y le dediqué mi mejor sonrisa cuando me tocó el turno, sin dejarme convencer por el barniz de amabilidad que mostraba en presencia de los padres.
-         Peralta! – me dijo con voz que sólo yo podía oír – Espero no volver a verte en mi vida!
Y por primera vez, en tantos años, me sentí feliz de poder decir  lo que decían  las demás!
-         Lo mismo me pasa a mí, Madre – contesté exactamente con la misma entonación que mis compañeras.

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