Era relojero, lo mismo que su padre y que su abuelo. Conocía la maquinaria de todo tipo de relojes y su experiencia, acumulada con el paso de los años, le permitía reparar cualquier avería con plenas garantías de éxito.
Estaba efectuando una reparación en un Plumkier Cronos Sportive, cuando vio que caía un minuto sobre la mesa con un "cloc" sordo. Se lo quedó mirando perplejo y sorprendido, pues nunca le había ocurrido algo semejante. Tomó el minuto con las pinzas y lo observó atentamente. Lo midió, lo pesó y le hizo una analítica constatando que se trataba de un minuto sano.
Preocupado al no entender porque un minuto sano salía del reloj, lo guardó delicadamente envuelto en una gamuza, decidiendo que era mejor esperar al día siguiente y, con el minuto descansado, ya vería que había que hacer.
No pasó muy buena noche debido al nerviosismo, así que, más temprano que de costumbre, se sentó delante de su mesa de trabajo y consultó con el minuto el motivo de su acto.
Quedó anonadado al saber que se trataba de una fuga. El minuto huía de un amor imposible con la aguja larga. La minutera le acariciaba cada hora, estando sesenta segundos con él y después le abandonaba. Al cabo de una hora volvía a su lado y se marchaba de nuevo dejándolo solo. Al cabo de tantos años de sufrir ese vaivén, ese "me acerco, pero te abandono", entendió que era un coqueteo y vio que su amor era imposible. Decidió huir en busca de algún reloj digital que le acogiera y no tuviera que sufrir nunca más las veleidades de otra minutera casquivana.