Juegos del amor
Ella lo miró, y comenzó a soñarlo. Él la miró, y comenzó a soñarla. A través de un cristal consiguieron amarse: sin tocarse las manos, sin un beso siquiera. Y sus corazones sin saber que se anhelaban mutuamente.
El tiempo se disfrazó de hechizo, y los fue uniendo en los brazos de un cielo nacido por ellos y para ellos. Incontables lunas recorrieron su mundo.
Y cuando el laberinto dejó de ser laberinto, jugaron a inventarse. Se elevaron soberbios ante los ojos del otro, irrepetibles. Ella tuvo todo lo que él podía esperar de una mujer. Él se volvió el hombre que ella aguardaba desde niña.
Hasta que un día se encontraron: los ojos brillantes, las sonrisas tiernas, los sueños fundiéndose en uno solo. Hasta que un día se dijeron te quiero, hace tiempo que te quiero, hace tiempo que espero que me quieras.
Hasta que un día (ese mismo día) llegó el fin. El inmenso amor que había sabido unirlos, y que acababa de escapar de las reglas de lo imposible, era tan perfecto que sólo duró un segundo.
Bastó sentirse para darse cuenta de que ya no eran los mismos. O, pensándolo mejor, de que seguían siendo los mismos. Tanto se habían inventado que no lograban reconocerse.
Ella lo miró, y comenzó a soñarlo. Él la miró, y comenzó a soñarla. A través de un cristal consiguieron amarse: sin tocarse las manos, sin un beso siquiera. Y sus corazones sin saber que se anhelaban mutuamente.
El tiempo se disfrazó de hechizo, y los fue uniendo en los brazos de un cielo nacido por ellos y para ellos. Incontables lunas recorrieron su mundo.
Y cuando el laberinto dejó de ser laberinto, jugaron a inventarse. Se elevaron soberbios ante los ojos del otro, irrepetibles. Ella tuvo todo lo que él podía esperar de una mujer. Él se volvió el hombre que ella aguardaba desde niña.
Hasta que un día se encontraron: los ojos brillantes, las sonrisas tiernas, los sueños fundiéndose en uno solo. Hasta que un día se dijeron te quiero, hace tiempo que te quiero, hace tiempo que espero que me quieras.
Hasta que un día (ese mismo día) llegó el fin. El inmenso amor que había sabido unirlos, y que acababa de escapar de las reglas de lo imposible, era tan perfecto que sólo duró un segundo.
Bastó sentirse para darse cuenta de que ya no eran los mismos. O, pensándolo mejor, de que seguían siendo los mismos. Tanto se habían inventado que no lograban reconocerse.