Guillermo Iglesias

La pensión


Contame una historia donde él acaba de cumplir veinticuatro y ya hace diez que trabaja en la construcción. Una donde lo contrató un tal Corradini porque sabe que trabaja duro y no mira el reloj.
A él ponele un nombre que apenas suene, algo neutro incapaz de concitar una imagen que perturbe mi propia idea: Un tipo que todavía se asombra, sobre todo con los ojos, tiene manos grandes que lo incomodan un poco cuando no está trabajando. Dale algún color de esos que se mimetizan con todo el espectro, tierra sombra o siena tostado y, si es invierno, algún pudoroso azul en el abrigo que le queda chico.
Me parece que tiene que ser invierno, así cuando entra a la pensión que le recomendó Corradini, lo desazona una tibieza que huele a querosén y entonces vacila, pero ni se entera que es porque ese olor y ese calor tienen que ver con su infancia, apurada en alguna provincia. Que al final se decida y pague por adelantado sin preguntar nada. La pensión es limpia y, por favor, sin malvones. En la pieza hay una cama de hierro un poco corta; un ropero de dos puertas y una mesa con mantel y todo. Hay un calentador.
-Para el mate -le dice la mujer, que piensa en algún guiso improvisado. No sabe que para él la orden es terminante.
Ahora que se quede solo en la pieza y no tantee el colchón, que abra el bolso y saque con cuidado la ropa, incluso una camisa sin estrenar; todavía envuelta en celofán que cruje. El equipo de mate en una caja de metal y nada mas, para no agigantar el bolso.
Que se instale con algún gesto meticuloso que delate su costumbre de estar solo; dejalo ahí, calentando el agua que sacó de la canilla del baño. El mate preparado.
Ahora mostrame la pensión desde arriba para que yo vea que del otro lado del tabique, donde está la cama, hay otra. Y que esos diez centímetros de mampostería son una frontera ínfima y ambigua, que las separa y al mismo tiempo las une. De hierro la de él, todavía intacta, y la otra también de hierro, pero con alguna blandura de flores pálidas en el cubrecamas y quizá otro detalle mínimo (pero definitivo) como una hebilla.
Dejame ahí arriba, abismado, convertido en un dios impaciente, esperando que ya estén los dos, acostados pero despiertos; separados pero juntos.
Hablame del frío y de la cal. Decime que a ella el frío le marca los pezones en la remera que se puso para dormir y a él la cal le parte las manos. No digas más. El se acuesta sintiendo sus palmas hambrientas de suavidad y ella se demora en el espejo, los pechos ávidos de calor y el gesto detenido porque acaba de oír un gemido metálico al otro lado del tabique. Con eso es suficiente: ella va a terminar de cepillarse el pelo y cuando deje caer el cepillo, él va a mirar el tabique por primera vez y hasta quizá lo toque con el dorso de la mano.
Ahora contame cómo va elaborándose ese diálogo secreto, ese código de golpecitos y de toses. Cómo en la noche sin luna el chasquido de un fósforo y el roce de unos dedos, inventan un idioma que pone en fuga la soledad y aniquila el frío.
Mañana ella va a atreverse a una pizca de carmín y él va a desgarrar el celofán sin pesadumbre.
Que duerman. Pero contame que los dos siguen atentos, para que las pesadillas fracasen. Los dos vueltos hacia el tabique cada vez más delgado.
Que duerman, sí.
Y que la palabra amor ni figure, de puro innecesaria.