CIRCULO PERFECTO
No se si fue que lo leí o es que alguien me lo dijo pero, de pronto, tuve en mi memoria la idea de que los orientales practicaban horas y horas el pintar un círculo perfecto sin ayuda alguna de instrumentos tales como compases, reglas o escuadras. Lo hacían tan solo armados de un pincel, tinta y lienzos. Para mí un círculo no tenia nada de particular, sin embargo, una vez enterado de este hobby japonés, mi idea de los círculos geométricamente perfectos cambio radicalmente.
Comencé con un lápiz. Uno común, de esos comprados en cualquier librería de barrio. Los primeros ensayos los hice en un cuaderno que tenía abandonado en un cajón. En ese cuaderno encontré anotaciones mías, párrafos sueltos, intentos de poesía, pero nada lo suficientemente bueno como para no intervenir, por lo tanto, todos esos escritos debieron empezar una convivencia forzada con mis círculos.
Los primeros, ahora que lo veo en perspectiva, tenían forma más bien de rombo. Me era imposible unir los dos extremos de tal forma que desde el punto céntrico, la distancia fuese la misma hacia cualquier dirección, pero a pesar de los mamarrachos que trazaba, poco a poco, algo en el acto de practicar, me fue otorgando una cierta serenidad que hasta el momento desconocía
Cada día laboral era un suplicio. Solo quería llegar a mi casa y continuar con la práctica. Por aquella etapa ya tenia otros cuadernos y fue cuando compre el décimo que me di cuenta que lo que realmente necesitaba era hacerlo tal cual lo hacían los japoneses. Tinta negra y un lienzo. Claro que así, el arte japonés era aun más difícil de dominar. A fuerza de limpiar el living de mi casa y de manchar una y otra vez accidentalmente a mi familia, fui aprendiendo a manejar la tinta color negro y mojar el pincel en su justa medida a la vez que relajando el brazo, obtenía un pulso cada vez mas exacto.
Cuando finalmente mi mujer y mi hijo de ocho años se fueron de mi casa junto con todas sus ropas, juguetes y demás cosas, pude comenzar a concentrarme mejor y cuanto más me concentraba, mas serenidad sentía. Todo empezaba por mi frente abierta, llena de una electricidad extraña que iba descendiendo hasta mi vientre y ahí me quedaba percibiendo algo indescriptible y mas se hacia carne en mi esta sensación, mas redondos salían los círculos y a mayor perfección, mayor serenidad.
Era ya imposible dejar de hacer lienzo tras lienzo y cuando los ahorros de la indemnización por mi despido laboral se agotaron, fueron las paredes blancas las que me sirvieron para continuar.
Sabía que pronto no habría más espacios en blanco y fue sobre la puerta del baño que finalmente alcance el círculo perfecto. No lo medí, ni lo contemple demasiado. Solo supe que fue perfectamente concéntrico, por la plenitud alcanzada.
Salí así como estaba (descalzo y en calzoncillos) al balcón y el viento que soplo, también soplo dentro mío. El azul de cielo era aun más azul. Podía sentir las nubes en mi panza moverse. Podía verlo todo unido. Podía estar lleno de todo y vacío a la vez.
Me senté contra la pared en esa postura de meditación que tanto había visto en revistas y cerré los ojos. El infinito se hizo presente. Pude verme a mi mismo sentado mientras comenzaba a subir y verme cada vez mas pequeño, al igual que las casas y edificios hasta que todo solo fueron puntos de colores, pero yo, lejos de estar perdido, sabia exactamente donde ir y hacia allí fui.
No se si fue que lo leí o es que alguien me lo dijo pero, de pronto, tuve en mi memoria la idea de que los orientales practicaban horas y horas el pintar un círculo perfecto sin ayuda alguna de instrumentos tales como compases, reglas o escuadras. Lo hacían tan solo armados de un pincel, tinta y lienzos. Para mí un círculo no tenia nada de particular, sin embargo, una vez enterado de este hobby japonés, mi idea de los círculos geométricamente perfectos cambio radicalmente.
Comencé con un lápiz. Uno común, de esos comprados en cualquier librería de barrio. Los primeros ensayos los hice en un cuaderno que tenía abandonado en un cajón. En ese cuaderno encontré anotaciones mías, párrafos sueltos, intentos de poesía, pero nada lo suficientemente bueno como para no intervenir, por lo tanto, todos esos escritos debieron empezar una convivencia forzada con mis círculos.
Los primeros, ahora que lo veo en perspectiva, tenían forma más bien de rombo. Me era imposible unir los dos extremos de tal forma que desde el punto céntrico, la distancia fuese la misma hacia cualquier dirección, pero a pesar de los mamarrachos que trazaba, poco a poco, algo en el acto de practicar, me fue otorgando una cierta serenidad que hasta el momento desconocía
Cada día laboral era un suplicio. Solo quería llegar a mi casa y continuar con la práctica. Por aquella etapa ya tenia otros cuadernos y fue cuando compre el décimo que me di cuenta que lo que realmente necesitaba era hacerlo tal cual lo hacían los japoneses. Tinta negra y un lienzo. Claro que así, el arte japonés era aun más difícil de dominar. A fuerza de limpiar el living de mi casa y de manchar una y otra vez accidentalmente a mi familia, fui aprendiendo a manejar la tinta color negro y mojar el pincel en su justa medida a la vez que relajando el brazo, obtenía un pulso cada vez mas exacto.
Cuando finalmente mi mujer y mi hijo de ocho años se fueron de mi casa junto con todas sus ropas, juguetes y demás cosas, pude comenzar a concentrarme mejor y cuanto más me concentraba, mas serenidad sentía. Todo empezaba por mi frente abierta, llena de una electricidad extraña que iba descendiendo hasta mi vientre y ahí me quedaba percibiendo algo indescriptible y mas se hacia carne en mi esta sensación, mas redondos salían los círculos y a mayor perfección, mayor serenidad.
Era ya imposible dejar de hacer lienzo tras lienzo y cuando los ahorros de la indemnización por mi despido laboral se agotaron, fueron las paredes blancas las que me sirvieron para continuar.
Sabía que pronto no habría más espacios en blanco y fue sobre la puerta del baño que finalmente alcance el círculo perfecto. No lo medí, ni lo contemple demasiado. Solo supe que fue perfectamente concéntrico, por la plenitud alcanzada.
Salí así como estaba (descalzo y en calzoncillos) al balcón y el viento que soplo, también soplo dentro mío. El azul de cielo era aun más azul. Podía sentir las nubes en mi panza moverse. Podía verlo todo unido. Podía estar lleno de todo y vacío a la vez.
Me senté contra la pared en esa postura de meditación que tanto había visto en revistas y cerré los ojos. El infinito se hizo presente. Pude verme a mi mismo sentado mientras comenzaba a subir y verme cada vez mas pequeño, al igual que las casas y edificios hasta que todo solo fueron puntos de colores, pero yo, lejos de estar perdido, sabia exactamente donde ir y hacia allí fui.