EMILIO REY Rosario, Santa Fé

El rito de Ícaro
Era hora.
La luna realizaba su mejor esfuerzo por brillar más que nunca. El despejado cielo, violeta y ámbar, parecía expectante de la proeza que pronto se realizaría.
Ícaro miró a su padre, que experimentaba en su interior mezclas de ansiedad e incertidumbre. No sabía si su hijo estaba preparado.
—¿Estás seguro de que lo quieres hacer? —había cuestionado Dédalo muchas veces a su muchacho, ensimismado días y noches en su ambicioso proyecto.
-—¡Oh, padre! Estoy tan cerca de alcanzar las estrellas…
Desde la cúspide del dolmen, Ícaro extendió sus brazos hasta sentir sus propios huesos, mientras se desplegaban por primera vez las alas que con tanta emoción y paciencia había desarrollado durante semanas. Respiró profundo como si el aire inhalado lo tornase más ingrávido. Apuntó la mirada hacia la cima de la colina, cuya silueta se erguía a la distancia en la difusa luz de la noche. Era su meta y el joven alado dejó de un salto, su humanidad y alas en manos del vacío.
Dédalo, absorto e inmóvil, podía tan sólo mover sus ojos y seguir con ellos el aleteo frenético de su hijo, que de a ratos brillaba con el reflejo que sobre las alas le regalaba la luna.
Ícaro sentía correr por su sangre el vértigo que tanto había anhelado. Al principio su cuerpo vibraba descontrolado. Luego aprendió a estabilizarse.
Poco a poco empezó a animarse a girar, ascender, a hacer cabriolas. Finalmente, cuando aterrizó sobre la cima de la colina, una lágrima de satisfacción le rodó por su emplumado pecho.
Dédalo, henchido de orgullo, desplegó sus viejas alas y voló al encuentro
de su hijo, quien se había convertido en adulto.