A veces cuando hago un recuento del tren de mis travesuras me vienen a la memoria mis anteriores viajes. Claro que de ese tren imaginario, sólo conocí algunos vagones. El primero estaba medio desvencijado y le entraba frío por todos lados, tenía los asientos de madera y se alumbraba con un farol a kerosén. De ése, pude zafar, me escapé y entré en el famoso coche pullman. Tenía los asientos tapizados en cuero azul, mullidos y reclinables, apoya pies y brazos. Luz para leer y comedor de lujo, pero era triste, lleno de gente quejosa y disfrazada de lo que no eran. Me miraban mal porque me reía, me miraban mal porque me apenaba y no pude resistir la ambigüedad. Entonces, para no tentarme, mejor dicho para que no me permitiesen volver, eructé en el salón comedor y volví a escapar, pero esta vez, al vagón de cola.
El vagón de cola es algo así como un departamentito con balcón y tiene una vista panorámica de 300º, no le da el humo de la locomotora y se mece mejor que ningún otro. Por ello lo llené de ilusiones, mucha fantasía, le colgué la hamaca paraguaya y aquí estoy, terminando de escribir este cuentito para vos.
El vagón de cola es algo así como un departamentito con balcón y tiene una vista panorámica de 300º, no le da el humo de la locomotora y se mece mejor que ningún otro. Por ello lo llené de ilusiones, mucha fantasía, le colgué la hamaca paraguaya y aquí estoy, terminando de escribir este cuentito para vos.