Migdalia Mansilla Rojas - Venezuela

El espejo


La habitación a media luz, un perchero clavado en la pared, un reloj cucú que cantaba a deshora, las horas, algunos libreros, un secreter.
En un marco de caoba guindaba un espejo. Pasaban los días y alguna cosa extraña estaba aconteciendo. Alguien se asomaba desde el espejo. A veces sólo se atisbaba a ver, un perfil; otras veces, medio cuerpo. En alguna ocasión los ojos escudriñaban el cuarto, como tratando de encontrar lo que no se ha perdido. En otras, la imagen corría de un lado a otro jugando a no encontrarse.

Un día después de eternos días, el espejo se estremeció, una mano salía de él lentamente, desperezándose, luego los brazos, las piernas tambaleantes. El cuerpo cayó al piso, era una mujer, se sacudió la falda, alisó los cabellos y comenzó a buscar un estuche de madera forrado en fieltro rojo. Movió los libros, abrió las gavetas. Nada. De pronto el cuerpo comenzó a desfallecer, el tiempo se acababa. La hora marcada estaba llegando.
Volvió su mirada ya lánguida al secreter y recordó, detrás de las cartas, al final, sí, al final estaba el estuche, cómo era posible que lo hubiera olvidado. Como pudo con las fuerzas perdidas logró abrirlo. Allí estaba, reluciente, palpitante, lo tomó con cuidado, abrió su blusa de encaje blanco, metió su mano en el pecho y se colocó el corazón.

Se abre la puerta de la habitación y un haz de luz intensa la ilumina.
_Querida mía, al fin te encuentro. Te esperábamos para cenar. Qué joven y hermosa te ves. Pareces otra.
Ella, sonriendo lo toma del brazo y le sigue hasta el comedor.

La habitación vuelve a las penumbras, el cucú anuncia la media noche.
Desde el espejo un rostro cansado y viejo se asoma, tratando de encontrar la máscara que se le perdió.


Migdalia B. Mansilla R.
Fecha: ¿la fecha? depende, del cristal con que se mire.
Fecha: Enero 29 de 2006

Norma Padra - Buenos Aires, Argentina

LA LOCA DEL MAR


Nadina, era muy curiosa... no sabía la que le esperaba... Nadina, Nadina Miramar era su nombre completo.
Como todos los años, Nadina salió de vacaciones para su casa en las playas de Miramar. Allí pasaba tres meses junto al mar que la había visto nacer, crecer, hasta irse, un día, con la intención de entrar al ruedo de la Gran Ciudad. Ya en ella, además de trabajar con ahínco para poder mantenerse, amante de la lectura como era, se esforzó en sus estudios logrando recibirse de profesora en Biología Marina.
El mar era su punto de partida y, también, el poderoso interrogante por los misterios allí escondidos.
Curiosa empedernida, siempre que podía buceaba con sus compañeros, o ¿por qué no?, sola.
Ganó becas para conocer los misterios de los mares del mundo, investigar, escribir sus hallazgos, para después darlos a conocer. Pero no todos, siempre guardaba para sí... algunas cosas...
Con el correr del tiempo fue escribiendo un libro que solo sería para ella, donde volcaba esas curiosidades que veía y recogía. No sabía que eso le costaría muy caro....
Con los años ese libro fue haciéndose cada vez mayor; eran muchas las cosas que encerraban sus páginas... sólo para ella, para poder atesorar sus momentos...
Y, sí, llegaron sus vacaciones, allí estaba ella, sola en la paya que la atraía como un imán. Sentada cómoda es su silla a la orilla del mar leía su libro, escribía más notas.
Sin darse cuenta de que una tormenta se acercaba repentinamente y, una ola inmensa la atrapó.
Gracias a su pericia como nadadora salvó su vida, pero el libro, se lo llevó el mar... No lo pudo asegurar contra su cuerpo...
Ese era el lugar donde debía estar el libro.
El mar había recuperado parte de sus secretos.
Dicen los que la conocieron, que con el correr de los años, un día vieron pasar a una anciana, con su mente ausente... caminando por la orilla del mar, con la vista perdida en el horizonte.
Todos la llamaban “La loca del Mar”.

SENEN RODRÍGUEZ PERINI / URUGUAY, ESPAÑA

Paleolítico

El enorme y peludo mamut dio un último resoplido intentando levantar la cabeza y terminó de morir cubierto de barro y sangre, su propia sangre brotando del cuero atravesado por incontables lanzas punta de piedra.
Logró matar a varios bípedos antes de caer, aplastándolos bajo sus patas, destrozándolos con los colmillos y quebrándolos con la trompa, pero ellos habían vencido al fin por número y por tàctica. La inmensa mole era demasiado lenta para esos animales organizados.
Seguros que la bestia estaba muerta, se escucharon sonidos guturales de satisfacción en los sobrevivientes.
El jefe se acercó a los caidos, los miro de cerca casi tocándoles la piel con su naríz, les abrió los ojos, con movimientos bruscos los empujó bucando se movieran, revisó los miembros quebrados y en algunos las vísceras tiradas en el suelo al explotar los cuerpos por el peso de las inmensas patas.
Juntaron los muertos y los cargaron sobre ramas largas para arrastrarlos a la caverna. Al llegar los enterrarían bajo el piso de sus propias estancias, para que estuviesen siempre con ellos.
Con piedras afiladas cortaron todo el cuero posible del monstruo aún caliente. Sería buena protección para el frío del invierno. Luego cortaron toda la carne que pudieron cargar en ese viaje.
El retorno a la cueva donde esperaban las hembras y los niños era muy largo y aunque volverían al día siguiente, ya sabían que el trabajo de las alimañas nocturnas les dejaría poco más que los huesos. Pero estos también les servirían para preparar armas y herramientas.
Antes de partir el jefe gesticuló levantando la lanza en señal de mando.
Ayudaron a caminar a los heridos. Comenzaron el retorno.
La tarde se volvía noche, el camino era largo y peligroso.

HERNAN BONGIORNO, BUENOS AIRES, ARGENTINA

CIRCULO PERFECTO

No se si fue que lo leí o es que alguien me lo dijo pero, de pronto, tuve en mi memoria la idea de que los orientales practicaban horas y horas el pintar un círculo perfecto sin ayuda alguna de instrumentos tales como compases, reglas o escuadras. Lo hacían tan solo armados de un pincel, tinta y lienzos. Para mí un círculo no tenia nada de particular, sin embargo, una vez enterado de este hobby japonés, mi idea de los círculos geométricamente perfectos cambio radicalmente.

Comencé con un lápiz. Uno común, de esos comprados en cualquier librería de barrio. Los primeros ensayos los hice en un cuaderno que tenía abandonado en un cajón. En ese cuaderno encontré anotaciones mías, párrafos sueltos, intentos de poesía, pero nada lo suficientemente bueno como para no intervenir, por lo tanto, todos esos escritos debieron empezar una convivencia forzada con mis círculos.
Los primeros, ahora que lo veo en perspectiva, tenían forma más bien de rombo. Me era imposible unir los dos extremos de tal forma que desde el punto céntrico, la distancia fuese la misma hacia cualquier dirección, pero a pesar de los mamarrachos que trazaba, poco a poco, algo en el acto de practicar, me fue otorgando una cierta serenidad que hasta el momento desconocía

Cada día laboral era un suplicio. Solo quería llegar a mi casa y continuar con la práctica. Por aquella etapa ya tenia otros cuadernos y fue cuando compre el décimo que me di cuenta que lo que realmente necesitaba era hacerlo tal cual lo hacían los japoneses. Tinta negra y un lienzo. Claro que así, el arte japonés era aun más difícil de dominar. A fuerza de limpiar el living de mi casa y de manchar una y otra vez accidentalmente a mi familia, fui aprendiendo a manejar la tinta color negro y mojar el pincel en su justa medida a la vez que relajando el brazo, obtenía un pulso cada vez mas exacto.

Cuando finalmente mi mujer y mi hijo de ocho años se fueron de mi casa junto con todas sus ropas, juguetes y demás cosas, pude comenzar a concentrarme mejor y cuanto más me concentraba, mas serenidad sentía. Todo empezaba por mi frente abierta, llena de una electricidad extraña que iba descendiendo hasta mi vientre y ahí me quedaba percibiendo algo indescriptible y mas se hacia carne en mi esta sensación, mas redondos salían los círculos y a mayor perfección, mayor serenidad.

Era ya imposible dejar de hacer lienzo tras lienzo y cuando los ahorros de la indemnización por mi despido laboral se agotaron, fueron las paredes blancas las que me sirvieron para continuar.

Sabía que pronto no habría más espacios en blanco y fue sobre la puerta del baño que finalmente alcance el círculo perfecto. No lo medí, ni lo contemple demasiado. Solo supe que fue perfectamente concéntrico, por la plenitud alcanzada.

Salí así como estaba (descalzo y en calzoncillos) al balcón y el viento que soplo, también soplo dentro mío. El azul de cielo era aun más azul. Podía sentir las nubes en mi panza moverse. Podía verlo todo unido. Podía estar lleno de todo y vacío a la vez.
Me senté contra la pared en esa postura de meditación que tanto había visto en revistas y cerré los ojos. El infinito se hizo presente. Pude verme a mi mismo sentado mientras comenzaba a subir y verme cada vez mas pequeño, al igual que las casas y edificios hasta que todo solo fueron puntos de colores, pero yo, lejos de estar perdido, sabia exactamente donde ir y hacia allí fui.

HERNAN BONGIORNO, BUENOS AIRES, ARGENTINA

SENTIR QUE TE VAS

Te siento nadando en la cama con las sabanas revueltas como olas de mar, aferrada a la almohada como si fuese tu única ancla.

Y te puedo sentir vacía y filosa, atravesada por ese abismo que ni las constelaciones pueden llenar porque tu infinito es más caprichoso que el universo mismo y nada parece satisfacerte, nada parece alcanzarte.

Sentirte rígida esta noche es saber que te vas a quebrar, aunque te levantes a fumar, camines por el living y murmures tus mantras, no creo que nada te haga parar.

Te siento la euforia, como si en tu plexo se anidara el ojo de un huracán, haciendo pausas y silencios para vestirte creyendo que no me despertas.

Te siento irte lenta, rascando tu memoria para saber donde encontrar lo que imaginaste un momento atrás que podías ir a buscar.

Cerras la puerta, te vas.


HUGO ALBERTO PATUTO, Pergamino, Argentina


JAURÍA

Desde la ventana pudo reconstruir la maquinaria de la lluvia. Las primeras gotas habían teñido el patio con el anuncio que, minutos después, volvería convertido en truenos y ráfagas. Miró detenidamente sus manos: poca luz, el balanceo de las hojas, el estigma de saber que estaba sola.Si la lluvia se poblaba de animales era porque la imaginación sostenía en vilo esa carga de miedo, a tal punto que las voces familiares parecían extrañas y las campanadas del reloj de pared traían un escozor profundo. Entre las apariciones había elefantes, tigres y caballos. Conseguiría por medio de un sórdido ritual domesticarse para ellos.En la penumbra olvidó el rouge y el extracto. Los vértices de las paredes y el techo adquirieron una comba que la hizo carraspear. No dormiría hasta las dos de la mañana. Caminó a oscuras. Llenó el vaso de agua y de golpe sintió, frente al espejo, que su edad había concentrado la ira y el desprecio de las tías. Pero el entorno de las facciones cedía como por efecto de una lava interior.Las huellas en el barro tenían el valor de reproducir el andar de viejos amantes; hasta que su enamorado iba tocando cada ventana, dispuesto a terminar con las dependencias de la casa. Para no enloquecer, ella musitaba conjuros.Dicen que abandonó el pueblo seguida por una jauría.

Juan José Mestre, Argentina

LA IRA

No se aguantó más. Decidió vomitarle todo lo que tenía acumulado en las entrañas durante todos estos años. Sintió cómo el odio, la sed de venganza, el deseo primario de matar la lujuriosa fantasía de torturar hasta el final, de despellejar cada centímetro de su piel, de arrancarle las uñas lenta, muy lentamente, de aguardar sus sollozos después a cada aullido con la parsimoniosa flema que sólo se permite un dios griego. Estuvo así durante horas; al acecho, sintiéndose cada vez más pequeño; un globo que se desinfla con el paso del tiempo –pringoso, pueril, ignoto, casi una alimaña que en cualquier momento aplastaría un zapato anónimo, sin saberlo siquiera.
Cuando finalmente vio que entraba a la casa, la única frase que pudo pronunciar fue un simple y repetido latiguillo: ¨ Querida, ¿te fue bien en el club?¨

GABRIELA AGILDA, ARGENTINA

PROHIBIDA



Oculta, fragmentada a mi antojo, con los puños repletos de caprichos rotos. Agazapada, disfrazada de humo, me retuerzo en tu mirada ausente y deseada. Me invento suspiro a suspiro, y te espero. Vuelvo al punto de partida. Camuflada. Una vez más, herida. Nadie me ve porque soy nadie. Agotada, arrastro mi grillete de oro mudo. Harta...Harta de envenenar momentos para que no nazcan de ellos sueños muertos. Oculta, sin pasado ni credo. Anónima. Habito en ti, y sólo tu amor fecunda mi letargo En mi celda te pienso, confinada en mi infierno. En él atesoro mi nada y tu todo. Allí, mi desnudez ciega implora tu presencia, pero no llegas. Sólo tú sabes quién soy. Un destello de tu voz me lo dijo aquella vez, cuando me susurraste en tu desesperado y único beso imaginario el nombre de los tres arcángeles. Descifrando enigmas, acuno desde entonces mi verano, pero sueño en él el hielo de tu invierno. Pronuncia mi nombre sólo una vez para que el hechizo de tiempos viejos se vuelva polvo en mi aliento.
Oculta, condenada a callar, sentenciada a maquillar secretos detrás de velos rasgados y mugrientos. Atravieso por las noches el desierto para aturdir con mi silencio la monotonía de seguir creyendo. A lo lejos, dolores verdaderos te arrancan de mi vientre sediento. Mientras el recuerdo de tu sonrisa me mantiene despierta, mi universo diminuto palpita y acaricio mi desgarro de barrotes idénticos. Pero cuando me duermo… rasguño el ahogo traicionero en mi garganta de seda y huelo en mi piel el llanto de tu promesa. Sé que sangro tu verdad, pero no me conozco. Dime esta noche quién soy: la muerte vendrá por mí, y no puedo decirle que mi nombre simplemente es...ella.